María Elsy Angulo

La finada awá

Colombia Marta Arias | Anna Surinyach
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01

La sombra del cuco

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Te fuiste de madrugada. Aquel hombre esperó a que estuvieras sola para hacerte pagar el precio de tu rebeldía.

Se convirtió en una sombra mientras el pueblo dormía. Esperó durante horas. Nadie se movía. Solo el diálogo de los gallos rompía el silencio de aquel 14 de diciembre que apenas estaba empezando.

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Ni siquiera tú tenías que estar despierta, pero te empeñaste en adelantar las tareas para quitártelas de encima y poder ir a hacer aquel recado a Buenavista.

Mientras ves al menor de tus cinco hijos corretear por la habitación, tratar de trepar a lo alto de la mesa o jugar con una bombilla fundida, Flavio, tu marido, recuerda cómo hasta hace nada hablabais de hacer una pequeña cancha de juegos en el lateral de la casa para que los pequeños no tuvieran que irse lejos.

También hablabais de construir un lavadero en la parte trasera de la vivienda, la que quedaba oculta de la carretera, porque a ti no te gustaba nada que te miraran cuando pasaban los carros. Decías que no querías que te vieran mientras cocinabas o lavabas. El día que todo cambió, tenías previsto ir al río a lavar. A la quebrada cercana a la que ibas a jugar con tu hijo pequeño. Él te insistió en que no fueras tan temprano, que esperaras mejor a la tarde, pero dijiste que preferías hacerlo entonces, así que Flavio dejó la puerta sin trancar cuando se fue.

Flavio ya no se refiere nunca a ti como María Elsy. Cuando te menciona, habla de “la finada”. La que acabó, la difunta.

"Porque cuando alguien muere no se puede seguir usando el nombre de esa persona; porque esa persona ya no está, ya no existe", explica.

Hasta hace unos meses no eras la finada. Hasta hace unos meses eras alguien con nombre, apellidos y una vida. Hasta hace unos meses eras María Elsy Angulo y tenías treinta y tres años.

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Todos los tonos del color verde están en el paisaje que rodea a Buenavista.

Hay verdes que casi parecen marrones y son los que recubren los laterales de la carretera, y hay otros que coquetean con el amarillo y trufan las laderas jugando a ser flores. Esta región de Nariño, más cercana a la frontera ecuatoriana que a Bogotá, es una sucesión que parece no tener fin de altísimas montañas abrazadas por curvas de asfalto. La carretera aquí no conoce líneas rectas.

Cuando las montañas dejan de imponer es porque se ha llegado a su nivel. Y ahí, en lo más alto de una de ellas, en Watsalpi, vive la familia Castillo Angulo.

En Colombia...

hay 87 etnias indígenas según el Departamento Nacional de Estadística (102 si atendemos a las cifras de la Organización Nacional Indígena). Una de esas comunidades es la de los awá, repartida a ambos lados de la frontera entre Colombia y Ecuador, desde la cuenca del río Telembí, e integrada por unas 25.800 personas. María Elsy era una de ellas.

Su casa se alza sobre un pequeño monte que mira por encima a las otras viviendas de la comunidad. Tiene menos de tres años; la construyeron cuando nació el hijo pequeño. Es una vivienda austera a la que se accede por una pequeña escalera de tres peldaños. Tiene las paredes de madera y el techo de aluminio. En el interior, un par de habitaciones están conectadas por una tercera que hace las veces de cocina y sala de estar. Las paredes de los dormitorios están decoradas con un par de imágenes de vírgenes (la de Guadalupe y la de las Lajas), un crucifijo, algunas fotografías de familiares, los nombres de los hijos escritos a rotulador y estantes sobre los que reposan un esmalte rojo de uñas, desodorantes, algo de maquillaje y una crema hidratante. Nadie ha vuelto a dormir aquí desde aquella madrugada.

A las ocho de la mañana Flavio Castillo nos espera en la puerta de la casa de su suegra. Toda la familia se trasladó aquí cuando ocurrió aquello. Es un hombre alto, de complexión atlética, piel oscura y apariencia más joven que los 45 años que tiene. Hoy no ha ido a trabajar y aprovecha para pasar el día con su hijo. El pequeño tiene dos años y medio, el nombre de su padre, una larga melena rizada que le cae en cascada por debajo de los hombros y una nariz que según su padre ha heredado de su madre. "Ella era bien narigona".

El viudo recuerda que a veces jugaban los tres y ella le decía al niño: "Lo único que te has robado de mí es mi nariz, ¿no?". A lo que él contestaba, "No, esta es mía".

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Flavio deja escapar una risa suave con el recuerdo de la imagen.

—Yo trabajo, converso por ahí, pero de pronto no creo que nunca vaya a superar la pérdida mi mujer. Verme solo. Llegar a casa sin tener a alguien con quien hablar.

Se queda en silencio. Han pasado tres meses y las lágrimas afloran cada vez que se acuerda de ella. Flavio es un hombre sensible. Un afrocolombiano en una familia de indígenas que se desvive por llenar el vacío que deja la ausencia de su mujer y por que los cinco hijos sufran lo menos posible.

El más pequeño, ajeno a la conversación y azaroso en sus juegos, se bate con sus bucles echándoselos hacia atrás cada vez que trata de trepar a algún sitio. Sus pequeñas manos apenas pueden contener el caudal azabache y este vuelve a cubrirle la cara. La batalla es ardua pero la incómoda longitud del pelo se debe a un deseo expreso de su madre.

—Ella decía: "'Yo le tejo el cabello a mi hijo y no se lo hace cortar hasta que tenga diez años".

—¿Y por qué?

—Yo no sé, ella quería verlo así.

La abuela del niño, la madre de María Elsy, María Rosa García, de 68 años, apunta un posible motivo: la venta del cabello para hacer pelucas.

—Yo también lo tenía largo y lo vendí. Pero baratico lo vendí. Me dieron 180.000 pesos [50 euros].

Flavio recuerda entonces:

—A la finada le dieron 200.000. Una chica de Tumaco.

La sala en la que tiene lugar la conversación es modesta, con paredes de madera y bordeada por bancos en los que es habitual encontrar sentado a algún miembro de la familia. En una de las esquinas hay un televisor que permanece apagado casi todo el día. Solo se enciende a la hora del noticiero o cuando alguno de los niños pone alguna serie infantil.

La puerta y ventana están siempre abiertas y, cuando los niños no tienen colegio, el salón es un trasiego de gente que entra y sale desde bien temprano. A las siete y media del día siguiente, una niebla densa empieza a colarse en el interior de la sala.

—Acá cuando va a llover hace frío. Ayer hasta se fue la energía y quedamos a oscuras.

Rosa confiesa que durante la tormenta de la víspera corrió a refugiarse en la cocina, la parte más alejada de la entrada, porque tiene pánico a los truenos.

La temperatura empieza a bajar. Las gotas empiezan a repiquetear en el tejado metálico. El interior es pura paz hasta que empieza la rutina. El más pequeño corretea alrededor de su padre que, con la paciencia que solo tienen los padres, trata de darle el desayuno. José Duvan, el penúltimo hijo, de nueve años, se carcajea con cada tropezón que da Quico, el personaje de la serie televisiva El Chavo del Ocho. Los dos perros de la familia, Luca y Cuca, juegan a perseguirse.

Empieza otro día sin ella.

A las cinco de la mañana la oscuridad cubre el resguardo.

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Un manto de estrellas en el cielo, un manto de sonido de grillos en el suelo.

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Los gallos se contestan de punta a punta.

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Por la carretera cercana pasa algún camión cargado. El pueblo duerme.

A las cinco y media de aquel 14 de diciembre, Flavio salió de casa para ir a trabajar. Reparte sus semanas entre dos campos de cultivo: el que pertenece a su familia política y se encuentra a pocos metros de la casa, y el de su familia biológica, que está a varias horas a pie. Aquel día le tocaba el segundo y por eso madrugó más de lo habitual, desafiando a la oscuridad. María Elsy se despertó con él y aprovechó para adelantar algunas tareas de casa antes de sus citas en la cercana Buenavista.

Sobre esa hora solía acercarse su madre para saludar. "Buenos días, están vivos", bromeaba siempre al entrar.

— Viví muchos años en la ciudad y estaba acostumbrada a la violencia. Había muertos cada día.

Pero unos meses atrás María Elsy había decidido que quería dormir un poco más y había pedido a su madre que retrasara su saludo matutino. Doña Rosa empezó a acercarse a partir de las siete de la mañana.

Ese día María Elsy no siguió durmiendo porque Flavio madrugaba. Cuando su marido se fue, ella salió a lavarse en el cubo azul de agua que tienen detrás de la casa. Fue ahí cuando lo vio. No gritó, no corrió, no huyó. Porque conocía a la persona que la estaba mirando. Lo que ella no sabía es que posiblemente llevase horas agazapado esperando a que ella quedara sola.

Él estaba allí para reclamar el dinero que creía le pertenecía. El dinero de la vacuna. El dinero del impuesto revolucionario con el que grupos paramilitares extorsionan a civiles en todo el país. El dinero que María Elsy se había negado a seguir pagando.

El hombre de zapatos grandes —como mostrarían las huellas de pisadas dejadas en su huida— la agarró hasta el interior de la casa. Quería su dinero o haría de María Elsy un caso de escarmiento.

Pero algo escapó a los cálculos del asesino. María Elsy no estaba sola.

A eso de las siete, Rosa García se acercó a saludar a su hija. Le extrañó no tener respuesta al buenos días que entonó desde la puerta. Entró y le extrañó aún más no encontrarla en la salita ni en su dormitorio. La puerta de la otra habitación estaba entornada. En un rincón del fondo, envuelto en una manta, el pequeño Flavio asomaba la cabecita.

—¡Mijo! ¿Está muerto?

El niño saltó de un brinco lanzando la manta hacia atrás y salió corriendo. Antes de salir, acarició la cabeza de su madre, que yacía en el suelo. Fue entonces cuando Rosa la vio. Tumbada con su camiseta rosa y pantalón corto amarillo y azul, yacía en el suelo con el cuello aún preso del cordel con el que la habían estrangulado.

Doña Rosa hizo lo que no hizo su hija y gritó. Gritó mucho. Gritó tanto que otra de sus hijas salió corriendo desde su casa situada a unos ciento cincuenta metros. Creyó escuchar que la estaban matando y pensó que aún llegaría a tiempo de evitarlo.

Su hermana repite incesante que si María Elsy hubiera gritado quizá habrían podido hacer algo.

Tampoco pulsó el botón de la alarma que tiene junto a la puerta de entrada. Seguramente no le dio tiempo, no alcanzó.

—Yo me voy a hacer instalar una pero pondré el botón junto a la cama, a la altura de la cabeza, para poder llegar bien —dice su hermana.

Todos los familiares coinciden en que el asesino no mató también al niño porque era demasiado pequeño.

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Sobre aquella noche, el pequeño Flavio solo dice ahora que a su mamá se la llevó el cuco.

02

La gente de la montaña

Por eso las informaciones sobre los motivos del asesinato son a veces contradictorias según a quién se pregunte. Tu madre, por ejemplo, no abandona la teoría del robo, aunque nadie echó en falta ningún bien material. El consejero mayor de la Unidad Indígena del Pueblo Awá, en cambio, afirma tajante que fue por negarte a pagar la vacuna. Tu marido, mientras, no perdona a ese vecino que confesó cuando ya era tarde que sabía que os estaban vigilando. Flavio sí sabía de tus amenazas porque él también las recibió, aunque ninguno de los dos le disteis importancia. “En este país nunca va a acabar la guerra”, solía decirte.

Si hubieras dicho algo, quizá te habrían puesto escolta. Hay cientos de personas en Colombia que la tienen, pese a que los esfuerzos van ahora hacia la implantación de protección colectiva en vez de individual. También es verdad que puede que no hubiera servido de nada. En este mismo país también hay, según el Gobierno, 144 homicidios registrados de defensores de derechos humanos entre 2016 y 2017. Las cifras bailan un poco según el organismo que las cuantifique. Por ejemplo, la Defensoría del Pueblo de Colombia dice que entre el 1 de enero de 2016 y el 27 de febrero de 2018 fueron asesinados 282 líderes sociales que se dedicaban a la defensa de la comunidad o de los derechos humanos. Si preguntamos a la ONU, su registro recoge 441 ataques a líderes sociales y comunitarios, 41 intentos de asesinatos y 213 amenazas en 2017.

Un par de meses después de tu muerte, el Gobierno anunció que destinaría más recursos al programa de seguridad y protección de líderes sociales y defensores de derechos humanos.

Las que menos se lo explican son tus hijas. Dos de ellas forman parte de la guardia estudiantil, una especie de antesala de la ancestral guardia indígena de los adultos, pero dicen que no les gusta mucho porque el resto de compañeros no las respetan. “Pero tiene un castigo el que no respeta a un guardia: les ponen a limpiar basura alrededor del colegio”.

Tu marido dice que teníais un pacto hablado: que si algún día os pasaba algo a alguno de los dos, el otro lucharía el doble por vuestros hijos.

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Él lo está cumpliendo.

De los 32 departamentos que integran Colombia, solo hay tres libres de coca. Nariño no es uno de ellos. De hecho, esta región del sur del país tiene más hectáreas con coca que toda Bolivia. Entre 2012 y 2016, los cultivos de coca pasaron de 48.000 hectáreas a 146.000. El Gobierno colombiano se fijó como meta para finales de 2017 la erradicación forzada de 50.000 hectáreas y de otras 50.000 a través de la sustitución voluntaria. No se cumplió y se marcó esta vez mayo de 2018 como límite. Tampoco se llegó. El proceso además trajo consigo una terrible consecuencia: el aumento de asesinatos, amenazas y ataques directos al proceso de reemplazar la coca por otros cultivos. Según un informe publicado por la Fundación Ideas para la Paz, el Gobierno no ha podido garantizar la seguridad de los habitantes de estas comunidades y, mientras en el país se reducía la tasa de homicidios, en las zonas con cultivos de coca el número de asesinatos de líderes sociales se incrementó en un once por ciento.

La desmovilización de las FARC trajo una nueva amenaza para los habitantes de esta región. Tras décadas de dominio de la guerrilla, el control del territorio —y de sus riquezas— se antojaba tentador para varios grupos disidentes. Como es habitual, las consecuencias las pagaron los civiles. Había que dejar claro quién mandaba ahora. Se convirtieron en rutina las extorsiones, amenazas y asesinatos. Historias como la de María Elsy.

—Ahoritica hay una amenaza grande con el tema de sustitución de cultivos ilícitos, o sea, de la coca. Una amenaza muy grande porque el Gobierno no puede acabar tampoco con ese cultivo, porque esos los manejan los que tienen plata. Así que los vulnerados somos los awá, los que vivimos en el territorio constantemente, porque los que vienen como sembradores están por temporadas, y se van. Y los que hacen la guerra también. Nosotros somos los que vivimos y pagamos todas las que llegan.

Quien habla es Rider Pai Nastacuas, el consejero mayor de la Unidad Indígena del Pueblo Awá (Unipa). Rider es un hombre menudo, de piel tostada, hablar pausado y un teléfono móvil casi como extensión de su mano. Reflexiona sobre cada palabra que pronuncia. Su papel de portavoz le otorga ese cuidado por el mensaje.

La Unipa se creó en 1990 con el objetivo de lograr un reconocimiento de las tierras awá. A día de hoy han conseguido contabilizar 32 resguardos: 27 ya constituidos legalmente y otros cinco en proceso.

— ¿Por qué la mataron?

— Porque se negó a pagar la vacuna. Les dijo que si quieren plata, que trabajen. Le dijeron que entonces no pasaría de diciembre.

Rider se queda en silencio unos instantes.

— Todos pagan porque la muerte está segura. Pero ella no.

El awá es muy sencillo, muy callado. explica. A los awá se les conoce como "la gente de la montaña" o "la gente de la selva". Según la Unipa, para ellos "el territorio es un espacio de vida que permite mantener el equilibrio con los espíritus y la naturaleza, que cuenta con lugares diferenciados para trabajar, cultivar, pescar, vivir y recrear el pensamiento; generando un verdadero respeto y armonía espiritual".

—Este es el territorio más olvidado del país. Por eso el grupo que tiene plata es el que maneja.

Los awá llevan décadas sufriendo la violencia.

—Están los grupos que hoy en día se llaman la disidencia pero que son las mismas guerrillas que eran antes. Ellos se están disputando territorios y esas disputas ponen en riesgo a la población indígena, porque el territorio awá es fronterizo. Y además de ser fronterizo, están los ríos por donde todo el mundo camina, navega, y pues es lugar estratégico para el narcotráfico. Todas esas situaciones nos ponen en riesgo a nosotros.

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En 2009, la Corte Constitucional de Colombia incluyó a la comunidad awá entre los 35 pueblos indígenas en peligro de extinción física y cultural por culpa del conflicto armado. Quizá por eso, por tratar de evitarlo, los awá se aferran al mantenimiento de algunas tradiciones.

Como la de sanación, que ocurre en casa de Rider.

Sobre las cinco de la tarde, un anciano al que todos se refieren como “el Mayor” llega a la casa para preparar el ritual. El enfermo, Rider David, tiene once años y es hijo del consejero de la Unipa. El pequeño lleva dándose baños de agua hervida con plantas desde hace tres días. Al cuarto tiene lugar la fase final.

Con paciencia y un cuchillo al que poco le falta para ser considerado machete, el anciano trocea los frutos que va echando en una olla: palmito, plátano, huevo, lulas, achote… Todo condimentos nativos, explican.

Cuando termina, la madre del niño lo pone a hervir al fuego durante una hora. Al día siguiente, muy temprano, se lo llevarán a la quebrada. La idea es que la enfermedad salga y se quede allí con la comida.

—Mañana salimos de las cinco. De madrugadita vamos —confirma el Mayor.

Lo que el niño padece es una de las llamadas enfermedades de la selva. Y el método que usan para la curación es un antiguo ritual awá.

A las cinco de la mañana, toda la familia ya está en pie y preparada. El Mayor está acabando de guardar los ingredientes en una bolsa y recopilar las herramientas. El minutero se ha movido hasta el cuarto cuando salimos de la casa. Son quince minutos de caminata por un camino que ellos mismos describen como “culebrero” hasta alcanzar una quebrada cercana.

Al llegar, cada cual sabe qué posición ocupar. El Mayor empieza a buscar una hoja grande de chontaduro sobre la que colocar la comida y sienta al enfermo al lado. Recoge otro par de grandes ramas con las que construye una especie de carpa. Leidy, miembro de la comunidad awá y amiga de la familia, enciende una pequeña hoguera que apenas produce llama pero sí mucho humo. Rider, mientras, abanica el humo con otra rama de chontaduro.

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Los awá creen que, al curar al paciente, la enfermedad puede saltar a otra persona.

Por eso, aunque el acompañamiento es necesario para el ritual, no todo el mundo está dispuesto a hacerlo. Los que sí desafían a la superstición lo hacen sabedores de que la última fase del proceso está dedicada a evitar que nada les pase. Una vez finalizado el turno del enfermo, los acompañantes se bañan uno a uno en la quebrada. De cuerpo entero. Al salir, y tras hacer malabares para vaciar el agua de sus botas de goma sin quitárselas, pasan bajo las ramas de chontaduro y se colocan de espaldas al Mayor. Este les escupe aguardiente en la espalda antes de que caminen sobre los restos de la fogata.

Al terminar, todo el mundo se dirige a la casa del portavoz para el último paso. Poco antes, Rider ha llamado por teléfono para avisar de que vayan calentando la olla. Por eso al llegar ya reposan sobre la mesa un par de platos con carne de caza troceada. El Mayor pincha con un palillo y hace pasar a todos los presentes —hayan participado o no en el ritual— frente a él para darles un trozo. El primero, por supuesto, es el enfermo. Rider David, envuelto aún en una toalla, se aproxima y estira la mano para coger el trozo de carne del palillo.

—¡No! ¡No lo reciba!

La familia entera le frena. Se supone que el Mayor debe introducirlo directamente en la boca de cada persona sin que estos lo toquen. El enfermo ríe y el resto de presentes se esfuerza inútilmente en pedir los trozos más pequeños cuando llegan sus respectivos turnos.

Una vez acabado este paso, el pequeño Rider David tendrá que reposar durante un día entero. No podrá moverse ni comer algunos alimentos como pescado.

—Pero eso no me importa, porque a mí no me gusta el pescado. Ni las sardinas. Bueno, el pescado frito sí, pero ya está.

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La guardia indígena es una de las instituciones más respetadas por sus comunidades.

La forman voluntarios que aprenden disciplina desde pequeños para poder unirse a sus filas y empuñar el emblemático bastón de mando hecho de madera.

Como Watsalpí no está aún constituido oficialmente como resguardo, no tienen una guardia propia permanente sino que comparten una entre todas las poblaciones de la zona de Telembí; su coordinador es Geovany Rodriguez. Él fue uno de los primeros en ver el cuerpo sin vida de María Elsy. Explica que buscar restos de personas y hacer levantamientos de fallecidos forma parte de sus competencias, y que ya se ha convertido en algo habitual.

—¿Son habituales este tipo de asesinatos?

—Sí, esto siempre viene ocurriendo con los compañeros indígenas.

—¿Por qué? ¿Qué buscan con esto?

—A veces los intereses de las tierras: minería o también los cultivos ilícitos. Desplazan a la gente, amenazan, extorsionan.

Las comunidades indígenas son uno de los colectivos que más está sufriendo las consecuencias de la violencia entre actores externos. La riqueza —de cultivos, extractiva o por la ubicación— de las tierras que habitan es su condena. La Ley de Víctimas y Restitución de Tierras impulsada por el Gobierno del anterior presidente, Juan Manuel Santos, tenía entre sus objetivos precisamente la devolución y titulación formal de estos terrenos arrebatados a las comunidades indígenas por parte de grupos armados.

Pero para Rider no es suficiente.

—Estamos en una era de la guerra nuevamente. Creíamos que, al llegar todo este proceso más la implementación del proceso de paz entre el Gobierno y las FARC, quedaríamos como más tranquilos, pero no; esto es complicado. Y cuando surgen estos grupos, pues ahoritica están como en disputa. Entonces nadie atiende a nadie, entonces es la situación más dura todavía.

Si la implementación del proceso de paz hubiese sido fructífera, quizá María Elsy no habría tenido que ser valiente.

—La situación de violencia no para. El conflicto sigue.

03

Un vestido azul

Flavio se desvive por convertirse en el pegamento que tú eras para los miembros de tu familia. La tarea es difícil.

Tu hija Angy Lorena, la mediana, dice a sus once años que se quiere ir de casa porque sus hermanas “le tienen rabia”. Dice que la culpan de tu muerte porque aquella noche no quiso quedarse a dormir con vosotros en casa. A veces hasta dice que se quiere ir contigo para que no la molesten más. Se acuerda mucho de cuánto discutiais y de algunas cosas que te dijo y de las que se arrepiente. La preadolescencia.

Tu hija mayor, Yeni Fernanda, de 17, sigue viviendo con su abuela y cuidando de tu nieta, Luisa, que ya tiene siete meses. En la pared de su cuarto tiene colgado el bastón de mando que este año le pertenece como miembro de la guardia estudiantil. La nombraron por su disciplina y respeto. Unos valores que, dice, le enseñaste tú.

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Tu madre es la que se ha visto más abrumada con esta inesperada situación.

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Trata de cuidar de los cinco. A veces, dicen, con mano demasiado larga. Dejaste el listón alto.

Cuando alguien deja de estar lo hace de repente, pero la mente tarda tiempo en asimilarlo. Por eso cuando la luz de la casa queda encendida por error y Caren Camila lo ve al amanecer en casa de su abuela, piensa durante un segundo que su madre ya debe de estar despierta. Por eso a veces se le escapa el hablar de ella en presente. Por eso sus ojos, los que dice que ha heredado de ella, se siguen volviendo vidriosos cuando recuerda cómo a veces, en las tardes, ambas se sentaban en las escaleras de la entrada a hablar y a comer guabas cuando ella volvía de la escuela. Caren Camila aún sigue yendo allí a sentarse de vez en cuando.

—Mi mamá me decía “y cómo le fue”. Todos los días.

La hija quinceañera de María Elsy estuvo con su madre el día antes de que la mataran.

—Fuimos a dar un paseo al Diviso. Fuimos yo, ella y mi hermanito el chiquito. Los tres andando. Paseamos, paseamos por todo. Compramos mandarinas. Ella decía: “El 31 vamos a bailar”. Ese día ella se ponía un short, una blusa blanca y tacos. A ella no le gustaban las cosas bajas. Solo a veces, para caminar por la carretera.

Ella no es hija de Flavio y vive con su padre en un pueblo cercano. Cinco hermanos de cinco padres diferentes. Ella es la única que no vive de forma habitual con su abuela. Cuando volvieron del paseo ella se quedó en casa de su padre, y su madre y su hermano siguieron en taxi porque ya era tarde. A eso de las seis, Caren llamó a María Elsy por teléfono. "Antes de que le hicieran eso. Era miércoles 13 de diciembre". Habían pasado el día juntas pero aún así charlaron un rato largo.

—Le pregunté que si iba a subir y me dijo que sí, que el miércoles de la semana siguiente subo. Y me dijo que me portara bien y fuera juiciosa. Después se despidió y era como si se estuviera despidiendo ya de mí. Al otro día... Yo estaba allá donde mi papá, jugando con mi hermana porque yo tengo una hermana. Y ya me llamaron... Cuando mi mamá. A mí me decían que la habían dejado colgada de una cuerda en la puerta de la cocina. Y yo no creía. Yo decía: “Mentira”. Yo no creía. Ya cuando me dijeron otra vez, llamé y sí era verdad.

Dice que no se olvida de cómo se reían cuando estaban juntas, ni de cómo les gustaba ir a “recochar” [hacer rabiar] a su abuela, pero que le empieza a costar acordarse físicamente de su madre.

Trulli
Trulli

—No le gustaba tomarse fotos. Una vez nos tomamos una con el celular y yo le dije que la llevaba para pasar al computador, y me dijo que no. Cuando nació el niño nos tomamos alguna, pero de eso ya no hay nada —dice Flavio con voz apenada.

A Caren Camila le faltan cuatro años para graduarse, pero esa fecha ahora se le antoja dolorosa. Solía ser el objeto de sus fantasías y planes con su madre. Dice que la mayor ilusión que tenía era celebrar ese momento con ella.

—Mi mamá me decía que para mi grado nos íbamos a ir a bailar, que me iba a comprar un vestido.

—¿Cómo iba a ser el vestido?

—Azul.

—¿Y les gustaba bailar a las dos?

Asiente.

—Ella no era amargada. A ella le gustaba salir. Cuando iba a salir se arreglaba, se quedaba joven, ¡como una de quince años!

Ríe con su ocurrencia hasta que de nuevo sus pensamientos la devuelven al silencio durante un rato.

—Ella era buena, generosa, alegre. No era amargada. Bueno, algunas veces; pero con los demás, conmigo no.

Caren Camila solloza. Algunas noches sueña con ella. Siente que le acaricia la cabeza mientras duerme, y se despierta llorando.

—Mi mamá me hace falta. Yo lo único que quería es que pasara conmigo mi grado. Desde que supe que a mi mamá la habían —silencio de unos segundos— asesinado, mi corazón se partió en dos. Mi felicidad... Estaba alegre, pero ya se acabó.

A Caren Camila a veces le dan ganas de ir a visitarla al cementerio, pero aún no ha sido capaz. Prefiere quedarse con su buen recuerdo.

—Ella decía: “Cuando uno está vivo, nadie lo viene a ver”.

Flavio y Rosa sí que van a menudo. El cementerio está en las afueras del pueblo, distribuido a lo largo de una de las laderas. Hay dos tipos de tumbas. Están las señaladas por cruces de madera roída por la lluvia. Aunque la mayoría están desnudas, las menos se aferran a los restos del color que algún día debió de cubrirlas por entero. Luego están los nichos erigidos como construcciones de tablones coloreados. Uno de ellos, de color blanco y situado en la parte más alta, es el de la familia Castillo.

Lo primero que hacen al llegar es arreglar las flores que, para que aguanten más tiempo, son de plástico. Solo un ramo ya marchito en primer fila es natural. "Lo trajeron de Tumaco el día del entierro", apuntan. Junto a las plantas se despliegan también algunos adornos hechos con cartulinas rosas y blancas. Fue el último regalo de sus hijos.

El pequeño Flavio trepa por los listones de madera y se cuela hasta el interior. Se pone en cuclillas frente a la sepultura de su madre y tras unos segundos pregunta:

—¿Esta es mamá?