El amanecer llegó tarde; son las ocho de la mañana y una luz tenue apenas se filtra entre las ramas de los pinos. Hay que subir un poco para luego deslizarse por una pendiente y, tras un destello esmeralda, encontrar una explanada. La primera impresión
es que está rodeada de colinas. Una segunda mirada descubre la piedra bajo la maleza. Son las pirámides prehispánicas de este centro ceremonial quiché, sobre las cuales la montaña —verde, húmeda, viva— ha recuperado su terreno.
Q’umarkaj está en medio del bosque a las afueras de Santa Cruz del Quiché, en la región noroccidental de Guatemala. Antes de la conquista española la región se llamaba solo Quiché, o K’iche, según la etimología de esta lengua: “ki” significa muchos y “che”
significa árboles. Desde que se tiene memoria aquí se realizan ceremonias en la tradición de la cosmovisión maya: una conexión con los ancestros, los abuelos y abuelas que escribieron la historia de su pueblo en un lienzo de bejuco conocido
como Popol Vuh. A los ancestros se les pide y se les agradece, se busca su energía y se asume un compromiso: cuidar a la Madre Tierra como la Madre Tierra ha cuidado de todos.
En Guatemala...
El 53 % del territorio estaba hace treinta años cubierto por bosques. En 2010, se había reducido al 34 %, según el Instituto Nacional de Bosques. La deforestación avanza a un ritmo de 180.000 hectáreas anuales.
José Laines tiene 51 años, se dedica a la construcción y es guía espiritual quiché. Conoce la historia de su pueblo, tiene el don de comunicarse con los ancestros, y ayuda a otros a hacerlo también. Delgado, rostro moreno y gesto adusto, José
viste vaqueros, una chaqueta, un lienzo rojo en la cabeza y un morral tejido con el nombre de Guatemala. Apenas llega a Q'umarkaj, se arrodilla y besa el suelo; más tarde hará una ceremonia de bendición. Habla con sobriedad, frases cortas
y un tono directo que no permite cuestionamientos.
El pueblo maya viene sufriendo desde hace 500 años, desde la colonización, explica. Cuando llegaron los conquistadores, los abuelos, que vivían en la costa, tuvieron que huir a las montañas. Así lo dice el Popol Vuh.
Y entonces empieza a contar la historia de Lolita Chávez.
Aura Lolita Chávez Ixcaquic nació en Santa Cruz del Quiché, Guatemala, el 15 de septiembre de 1972. Es la menor de cuatro hermanos que nacieron en intervalos de dos años; antes que ella, Josefina, Eduardo y María Elena, la mayor. En 1983 el padre de los
niños Chávez Ixcaquic murió repentinamente, y unos meses más tarde murió la mamá por un problema cardiaco. Lolita tenía once años.
Tras vivir una adolescencia difícil, en 1985 se mudó a Chichicastenango con María Elena, y después a la ciudad de Guatemala para estudiar en la Universidad de San Carlos, donde se graduó como maestra.
Los años posteriores trajeron para la joven el descubrimiento de las comunidades del departamento del Quiché, a través de su trabajo como capacitadora. En ese tiempo inició su noviazgo con Erick Medrano, con quien se casó y tuvo dos hijos: Karen, que
hoy tiene 23 años, y Derick, de 16. La familia se asentó en Santa Cruz, pero Lolita recorría los pueblos hablando con la gente y enterándose de sus preocupaciones: disparidad salarial, violencia doméstica, impunidad y la voracidad de empresarios
para desarrollar las industrias minera, hidroeléctrica y maderera a costa de los recursos naturales del pueblo quiché. Con la madera, por ejemplo, las empresas operan sabiendo que las instituciones gubernamentales harán la vista gorda.
El problema, explican los activistas, es que arrasan con los árboles explotando más allá de los límites que establece la norma gubernamental, y nunca son sancionados.
El tema de la explotación maderera ha ocupado a Lolita Chávez en años recientes. El primer estudio sobre los bosques guatemaltecos fue realizado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) en 1988; el resultado
fue que el 53 % del territorio estaba cubierto por bosques. En 2010, según datos del Instituto Nacional de Bosques de Guatemala, la cifra se había reducido al
34,2 %. Ese mismo año, la organización Global Forest Watch reportó la pérdida de 60.000 hectáreas anuales de bosque
en el país —una cifra ligeramente más alta que la ofrecida por el Gobierno guatemalteco en el reporte citado—, pero para 2016 la deforestación se había triplicado, rozando las
180.000 hectáreas anuales
.
La época en que Lolita empezó a familiarizarse con los problemas de explotación ambiental en Quiché coincide también con su acercamiento a las enseñanzas ancestrales de la cosmovisión maya. Uno de los principios fundamentales de este pensamiento es la
reciprocidad entre la naturaleza y el ser humano, por lo que las comunidades toman solo lo necesario para su vida cotidiana; una visión opuesta a la de las empresas madereras o mineras, que ven los recursos como mercancía. Lolita empezó a
cuestionar las prácticas de colonización, incluido el cristianismo, y a crear estrategias de resistencia pacífica. Denunció el fortalecimiento de la presencia de organizaciones armadas en la zona como secuela de la guerra finalizada en 1996,
como los kaibiles –las fuerzas armadas de Guatemala para operaciones especiales–, que derivó en las maras y los grupos de sicarios que aún operan en la región con impunidad.
Lolita es fundadora del Consejo de Pueblos Ki’che (CPK) y delegada de esta organización ante el Consejo de Pueblos de Occidente (CPO), que reúne a comunidades de varios departamentos. La organización convocó y se sumó a protestas en contra de la industria
de la extracción, la tala de bosques y por los casos de corrupción de políticos locales; en la medida en que las manifestaciones se multiplicaron y sumaron simpatizantes, los políticos y los grupos de interés empezaron a reaccionar con amenazas
directas contra Lolita. En 2005, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) estableció medidas cautelares para protegerla. Un guardaespaldas la ha acompañado desde entonces: eso es todo lo que ha hecho el Estado guatemalteco por
protegerla.
No ha sido suficiente.
El 4 de julio de 2012, tras una manifestación pacífica, el vehículo en el que viajaba Lolita fue emboscado por un grupo de hombres armados con machetes y palos. Fue la primera de una cadena de amenazas que duró cinco años, hasta que llegó el atentado
del 7 de junio de 2017, cuando integrantes del CPK descubrieron un camión que transportaba una gran cantidad de madera en la ruta que va de Santa Cruz del Quiché a Chichicastenango. Los activistas lo detuvieron para preguntar su procedencia
y encontraron que no contaba con los permisos necesarios para operar; retuvieron el camión y llamaron a las autoridades. Estas no llegaron, pero sí llegó un grupo armado que siguió a los activistas. De acuerdo con la denuncia presentada, “fueron
perseguidos por un vehículo con hombres fuertemente armados realizando disparos al carro donde viajaban la lideresa Lolita Chávez Ixcaquic, junto a otros líderes de las comunidades”. Los integrantes del CPK relatan que al día siguiente volvieron
a ser interceptados en sus vehículos por hombres armados que
buscaban a Lolita, quien se encontraba refugiada en una población en la montaña.
Esta vez Lolita supo que tenía que salir de Guatemala. Se llevó con ella a Derick, su hijo menor. Su marido, su hija Karen, su familia —sus compañeros, su lucha, su tierra— se quedaron en Guatemala. Tras su partida, un informe de la Procuraduría de Derechos
Humanos de Guatemala estableció que “al salir de forma involuntaria de su territorio, se afectó a la beneficiaria [Chávez] y a su familia; sobre todo al considerar que para una mujer maya es vital permanecer en su lugar de origen”.
—El desarraigo es uno de los aspectos más profundos que yo vivo. Es lo más profundo que vivo —suele decir Lolita cuando habla de su partida.
Cuatro meses después de salir de su país, en octubre de 2017, Lolita fue nominada finalista al Premio Sájarov del Parlamento Europeo; en diciembre de ese año, la Agencia Vasca de Cooperación para el Desarrollo le otorgó el Premio Ignacio Ellacuría por
su trabajo en defensa de los derechos humanos.
Nadie es profeta en su tierra.
Virginia Hernández abre la puerta, sonríe, y nos da una bienvenida cálida que le humedece los ojos. Se emociona al saber que hay un equipo en Guatemala para contar la historia de Lolita. La casa es sencilla y acogedora. En la parte de abajo hay una sala
para recibir visitas, pero el verdadero lugar de reunión está arriba, adonde nos hace pasar casi sin transición.
Subiendo por una escalera estrecha se llega a la cocina: un sitio calentito, con aroma de comida casera, colores y luz. Todo gravita en torno a una mesa cubierta por un mantel rosa brillante con listones alrededor; la mantelería de la casa está hecha
por Virginia.
Virginia es prima de Lolita Chávez. Tiene los ojos y el cabello oscuros, llenos de vida. El cuerpo, robusto, hace que su atuendo tradicional guatemalteco luzca majestuoso.
—Ese es el lugar donde le gusta a Lolita —dice, en tiempo presente, señalando una silla—. A veces viene a hacer algo por acá, y pasa para comer juntas ¿Qué le sirvo de tomar?
Mientras conversa, Virginia mueve ollas y cucharas para preparar dos platos con chuchitos, la comida favorita de Lolita: unos tamales pequeños rellenos de carne, cubiertos con salsa de tomate. Se sienta a la mesa y, con las manos de dedos gruesos, empieza
a alisar los pliegues inexistentes de su mantel rosado.
—A Lolita la conozco desde que éramos niñas. Fue como mi hermana.
Virginia llora cuando recuerda la infancia de sus primas. Lolita jugaba con Virginia el tradicional juego de matatena: se tiran diez piezas en forma de cruz al piso y se lanza una pelota al aire. Los padres de Lolita murieron y por ello sus primas, dice
Virginia, fueron unas niñas muy sufridas. Mientras la pelota está en el aire, el jugador recoge la primera pieza y cacha la pelota al vuelo. Las niñas fueron a vivir primero con la tía Francisca y después con la abuela Elena. Se vuelve a lanzar
la pelota al aire, ahora el jugador recoge dos piezas. La tía Francisca tenía preferencia por sus propias hijas; las niñas Chávez Ixcaquic trabajaron desde entonces. En el siguiente movimiento se recogen tres piezas, y por último cuatro. Cuando
María Elena, la mayor, se casó, Lolita, entonces de 15 años, se fue a vivir con ella. María Elena y su marido se volvieron un poco sus padres.
—Lolita siempre ganaba en la matatena —recuerda Virginia con esa sonrisa amplia que, después me daré cuenta, caracteriza a los Ixcaquic.
Hablar de la relación familiar de Lolita es hablar de su temperamento rebelde, contracorriente, también en su vida personal. Eso, desde joven, ha sido su fortaleza y su talón de Aquiles: quienes la conocen elogian su congruencia, pero también coinciden
en que el trabajo activista de Lolita ha repercutido en su vida familiar. Lolita se entregó de lleno a apoyar; en horas de la noche, la gente llamaba a su puerta. Se perdió días de la madre, días del niño de sus hijos, por ayudar a otros.
Estaba dando su vida, asegura.
La última vez que Virginia vio a Lolita fue a principios de junio de 2017, tres días antes del atentado.
—Pasó a mi casa. Estaba muy triste. Ella sabía dónde contar sus penas —dice sin esforzarse por contener las lágrimas—. Le molestaba que la criminalizaran sabiendo que tiene la razón. Le serví gelatina, su café caliente y pan.
Se despidieron; unos días más tarde, a Virginia le extrañó que Lolita no respondiera el teléfono. Se enteró del ataque por las noticias en la tele.
—Me puse a llorar —dice, y llora otra vez—. Me partió el alma que su niño haya tenido que dejar de estudiar. Yo miro cómo le cambia la vida a sus hijos. Los enemigos saben que ella no está, y su gente la está llorando.
En Quiché, la verdad depende
de quién la dice. Virginia me cuenta, como también me contarán los demás, que Lolita era la única que tenía el valor de enfrentarse a los poderosos. Que le molestaba la gente adinerada y las autoridades que se aprovechan de la Madre Tierra.
Que existía el temor de que le pasara algo, y que con las denuncias públicas los explotadores también se volvieron más cautelosos: empezaron a sacar las cargas de madera en camiones sin logotipos y por la noche, para no llamar la atención.
—El último ataque a Lolita fue por eso, por los camiones que se llevaban la madera.
02
La virtud de la rabia
La Universidad Rafael Landívar se encuentra en el oeste de la ciudad de Guatemala. En medio de una zona arbolada, un edificio de ladrillo rojo y ventanales modernos recibe a los estudiantes que corren para alcanzar la clase de las cinco de la tarde. Entre
ellos está Karen Medrano Chávez, estudiante del tercer año de Investigación Criminal Forense.
Karen es bajita, de cutis terso, labios gruesos y ojos muy abiertos. Tiene una sonrisa linda, la misma de Lolita, su mamá. La primera cita que tuvimos con Karen fue en una cafetería. Cruzó la puerta y, tan pronto sonrió, supimos que era ella. El pelo
oscuro y liso le enmarca el rostro y deja a la vista unos pendientes de perlitas. Viste vaqueros, una chaqueta ligera, zapatos cómodos, y se mueve con confianza dentro de su universidad.
Parecería una contradicción que la hija de una activista que cuestiona al sistema estudie una carrera cuyo campo de trabajo está limitado al sistema mismo. Karen sonríe.
—Mi mami siempre dice que otras realidades son posibles sin tener que usar ese sistema, pero si tenemos que enfrentar esta realidad, hay que estar preparados. Si la evidencia legal contra el movimiento, contra ella misma, siempre ha sido criminalizando
sus acciones para pedir justicia —aquí la sonrisa se torna irónica—, hay que entender cómo funciona ese sistema de justicia.
Mientras hablo con Karen, recuerdo una frase que me dijo José, el guía espiritual, cuando estábamos en Q'umarkaj.
–Lolita tiene la virtud de la rabia.
Herlinda Hernández es una mujer de presencia discreta, voz melodiosa y sonrisa amplia. Hoy viste una blusa anaranjada y una falda colorida, separadas por un fajo ceñido a la cintura, un rasgo del atuendo de la región. Tiene 43 años y se dedica al hogar.
Menuda y a primera vista introvertida, es prima de Lolita, pero opuesta y complementaria a su hermana Virginia. Cariñosamente la llaman Herla.
La casa de Herla está en el mismo espacio que la de Virginia: dos habitaciones rústicas donde viven ella y la madre de ambas. Herla se sienta para conversar, y casi de inmediato Karen se acomoda a su lado y la anima a compartir su historia.
Al igual que Virginia, Herla creció jugando con Lolita.
—Haciendo travesuras cuando éramos patojas —dice riendo—. Jugábamos a hacer de comer, a hacer tortillas en el comal.
En la medida en que Lolita se fue comprometiendo en el trabajo comunitario, el juego de la comidita regresaría en forma de vida real. Cuando Derick cumplió diez años y Karen estaba en la preparatoria, la cada vez más demandante actividad de Lolita hizo
que pasara menos tiempo en casa. Y para que sus hijos no estuvieran desatendidos, siempre contó con Herla.
Herla recibía una llamada telefónica, y acompañada por su hija Gloria, de la edad de Karen, se iba a casa de Lolita. Ahí, coinciden todos, Herla hacía maravillas: conseguía prestado cuando no había dinero, y administraba pagos cuando lo había; hacía de
comer para los niños y también les dejaba lista la “refacción”, como le llaman en Quiché al almuerzo, para la escuela. Y ayudaba a Derick a hacer su tarea.
—Fue nuestra segunda mamá —interviene Karen.
Mientras conversamos llueve fuerte; el sonido crea un arrullo parejito, interrumpido por frases en idioma quiché; la madre de las hermanas Hernández interviene en la conversación. En esta casa, como en casi todas las que forman parte de la vida de Lolita,
la vida se cuenta a varias voces.
Cuando Lolita tuvo que abandonar Guatemala, Karen preguntó a Herla si podían dejar algunas cosas en su casa, porque estaban desmontando la de ellos. Con Lolita y Derick fuera del país, y Karen estudiando en Guatemala, no tenía sentido mantenerla.
Erick, el esposo de Lolita, vive por el momento con sus padres.
—Desde que se fue ya no me comuniqué con ella —dice Herla llorando—. Apenas hace unos días pudimos hablar muy rápido, y yo pregunté por Derick. Quería saber cómo estaba el nene.
La lluvia ha cesado un poco y la familia vuelve a la sala. Herla, Gloria y Karen ríen y bromean. Aunque casi todos coinciden en que su labor de defensora ha mantenido a Lolita lejos de casa, de sus hijos, Karen afirma que no solo entiende la decisión
de su madre, sino que la admira.
—Lo que hizo mi mamá fue construir una red de vida, espacios a donde podemos acudir. Es como tener muchas mamás, pero nunca nadie le quitó el espacio, porque mi mami nunca nos descuidó. Hubo una época en que yo sentía que las luchas me la quitaban. ¿Por
qué ayudaba a otras personas si nosotros la necesitamos? Pero ella respondía: no estoy luchando por ellos, estoy luchando por ustedes. Mi mami defendía el territorio, los derechos humanos, y encima nos cuidaba; es una súper mami. Tal vez no
fue a la escuela a recoger notas: al final vale la pena. Es por el agua, es por la tierra. Eso no se piensa.
Más tarde Karen me hablará de lo que sí ha pesado para ella: darse cuenta de la cantidad de mujeres defensoras de la tierra que no regresan a casa. Tiene en la mente el caso de Berta Cáceres, la líder indígena y activista ambiental hondureña asesinada
en 2016. Karen lloró mucho cuando supo la noticia.
—Yo sentía que era mi mami. Que me llamen y me digan “algo pasó” era lo que a mí me movía —dice para describir lo que era su mayor preocupación. Hace una pausa larga, llora—. No que no estuviera, sino que podría no regresar.
Tal vez por eso, Karen tiene un recuerdo borroso del día que atentaron contra su mamá.
—Sentí que la iba a perder. Cuando me dijeron “está en la montaña”, sentí que no la iba a volver a ver— no se esfuerza por contener las lágrimas; se seca las mejillas con un pañuelo—. Hicimos llamadas cortas, solo me decía “mamita, estoy bien”. Pero conozco historias de las personas que se han tenido que ir a las comunidades y no regresan con su
familia. Yo estaba en Guate y no querían que bajáramos acá.
Josefa Nix Santiago es hija de guerrillero. Tiene 37 años y dos hijos: una jovencita de quince años y un niño de ocho. En cuanto entramos a la casa de piso de tierra y trozos de cartón, Ángel, el niño, nos muestra a Oreja, el perro que les sirve de alarma
en la casa. La niña, Jenny, tiene una discapacidad que le ha alterado el desarrollo de manos y pies, y enfrenta algunos problemas de aprendizaje; es bajita para su edad, de abrazo fácil y sonrisa dulce y generosa.
Josefa trabaja limpiando casas y lavando ropa; cose a máquina, y como José Laines, es guía espiritual. La primera vez que nos encontramos iba marchando con un contingente del CPK para protestar contra las autoridades de Santa Cruz del Quiché. Cuando la
saludamos, nos sonrió con la boca y con los ojos.
El padre de esta mujer pequeñita era miembro de la guerrilla y fue asesinado en 1981. Josefa no volvió a escuchar sobre él porque la madre se resistía a hablar del asunto; pero con certeza incuestionable, explica: los guerrilleros son las personas que
defienden sus derechos.
—Así, que ya no está el papá, pero está la hija —dice sonriendo—. Donde está el tronco, ahí está la astilla.
Josefa no fue a la escuela. A los ocho años empezó a trabajar cuidando pollos, a los doce entró a trabajar a un comedor, y a los 21 “se juntó” con su marido, 16 años mayor. Tras siete años de matrimonio, en los cuales el alcoholismo hizo estragos en él
y ella no dejó de quererlo, quedó viuda. Y tras la muerte de su marido, conoció a otro hombre. Josefa —baja de estatura, morena, ojos rasgados, labios gruesos; el pelo recogido y el atuendo rojo y blanco— lo dice seria y con los ojos entrecerrados,
encendidos por una chispa de rabia.
La historia es dura, pero Josefa la cuenta de manera directa y sin omitir detalle. Por cinco años este hombre la violó constantemente. Una violación fue el inicio de su relación de pareja; como a él le gustó, volvía. Cuando Josefa
anunció que estaba embarazada, él le dijo que se casaría con ella. Para la madre, el matrimonio compensaba cualquier ofensa: es responsable, va a cuidar de ti. Josefa terminó casada con él.
Pasó el tiempo y el hombre la dejó y dejó de mantener a su hijo. Pero para entonces, la hija del guerrillero ya conocía a Lolita Chávez. Con ella aprendió que no solo podía defender a la tierra, sino también a ella misma. Acompañada por Lolita, acudió
a las autoridades para presentar una denuncia y exigir la pensión alimenticia. El hombre intentó intimidarla, pero Josefa no lo permitió. “Así que ahora sos una mujer de guerra”, le dijo al saber que se hacía acompañar por Lolita. En 2016,
el hombre fue sentenciado a ocho días de prisión por no entregar pensión alimenticia.
En la casa de Josefa extrañan a Lolita. Jenny llora cuando hablamos de ella. Me muestra su cama, donde la activista duerme cuando los visita —en esos casos, su guardaespaldas también se queda en la casita—. Ángel muestra la cocina donde a ella le gusta
comer: un cuarto de piso de tierra y muros de lámina y madera por los cuales se filtra la luz de otoño. El humo que sale de una olla en la que se cocinan unos elotes hace que el sitio, austerísimo, luzca acogedor.
—No entiendo por qué la persiguen. Si nos quedamos sin árboles, nos quedamos sin aire —me dice Josefa con tono de perogrullada—. Lolita dice: “Nunca se agacha la cara y hablamos con la verdad”.
Pero la respuesta la tiene la propia Josefa. En 2016, un hombre de veinte años intentó violar a Jenny. Josefa lo descubrió a tiempo y llamó a las autoridades. El hombre respondió que no le harían nada porque “con dinero baila el perro”. Lolita la acompañó
a iniciar el proceso legal, pero este duró algunos meses y el atentado contra la líder se atravesó. La etapa final la enfrentó Josefa sola. Una persona del Ministerio Público trató de intimidarla: le dijo que si seguía el proceso su vida estaba
en riesgo. La respuesta de Josefa fue: “¿Quiere que le traiga a Lolita? Y vamos a traer más gente”.
—Él ahora está en prisión —dice Josefa con la sonrisa enorme, mostrando los documentos de la sentencia—. Ellos ya saben que no soy una mujer sola.
03
Un baile de dos
Erick Medrano tiene una presencia apacible. Es delgado, tiene el pelo liso que heredó Karen, y voz pausada. Al igual que Lolita, su esposa, es de Santa de Cruz del Quiché. A sus 44 años ha trabajado de todo: conductor de transporte público, cobrador de autobuses,
lavador de camionetas, comerciante y hasta payaso en fiestas infantiles. En lo que va habiendo, pues.
Después de cinco años de noviazgo, 23 años de casados y dos hijos, Lolita y Erick siguen siendo los mejores amigos. Se conocieron a los 16 años en una fiesta: Erick la sacó a bailar un merengue, y luego siguieron bailando en las kermeses, y al son de
una marimba en su boda. Casi treinta años después, bailar es una de las cosas que mejor les sigue saliendo.
—Extraño mucho eso. Y sus chistes, por cualquier cosa siempre nos reímos. Y su carácter. Me enamoré de ella. Sigo enamorado.
Erick está sentado en la salita de la casa de Virginia. Cuando empieza a hablar de Lolita le brillan los ojos.
El de Erick y Lolita fue un noviazgo “a la antigüita”. Lolita vivía con su hermana María Elena y Antonio, el esposo de esta, en Chichicastenango. La prioridad era que Lolita estudiara, así que un novio no era bien visto por casa. Aun así, se las arreglaban
para encontrarse. A veces pasaban tres meses entre una cita y la otra, y los encuentros eran breves.
—No existían celulares, solamente el chiflidito —dice Erick, y silba una tonadilla—. Nos tratábamos de usted, no de vos. Yo la iba a dejar al bus o a la puerta del colegio. Fue un noviazgo muy bonito, lleno de emociones.
Más adelante, la pareja tuvo mayor libertad. Cuando Lolita empezó a trabajar como capacitadora, recorría las diversas poblaciones de la región, sitios en los que nunca había estado y que aún resentían los estragos de la guerra finalizada formalmente por
los acuerdos de paz de 1996. Erick la acompañaba.
—Encontrábamos niños sin zapatos, mujeres con muchos hijos, alcoholismo. Ella trabajaba en el Intecap [Instituto Técnico de Capacitación y Productividad], capacitaba a jóvenes y personas que no podían salir de sus comunidades. Comíamos con ellos lo que
tuvieran. A veces nos quedábamos a dormir en un pedacito de cuarto con cartones, y ¡apriétese, porque nos toca aguantar frío! Lo bueno es que existía el amor.
El amor dio su fruto y un día Lolita anunció que estaba embarazada. A Erick le cambia el rostro cuando relata ese momento. Karen lo mira embelesada.
—Se emociona mi corazón —dice entusiasmado—. Nunca hemos visto el matrimonio como una carga. Yo respeto el pensamiento de Lolita, su carácter, y ella el mío. A veces no estoy de acuerdo con lo que hace, pero la apoyo. Le digo “no me gusta que te metas
con ese grupo porque lo hacen por conveniencia y tú por convicción; solo te van a usar”. Pero confío en ella, y respeto sus decisiones. Aunque no siempre esté de acuerdo —insiste.
Algo que llama la atención en la historia de Lolita Chávez es su capacidad de ejercer liderazgo en comunidades donde el machismo aún permea la vida cotidiana, la personal y la social. Después de la guerra, en Guatemala se crearon leyes que buscaban beneficiar
a las mujeres: reducir la violencia intrafamiliar y sexual, la explotación y el feminicidio, y favorecer su desarrollo integral. A pesar de ello, solamente el 2 % de las alcaldías son dirigidas por mujeres; más de 4.000 niñas entre los diez
y los catorce años dan a luz cada año, y las muertes violentas en mujeres se contabilizan por centenares. Contra todo eso lucha Lolita. Pero a veces las decisiones más difíciles son las que lo llevan a uno a estar lejos del hogar. Erick responde a eso: él no la necesita en casa, pero sí viva.
—Creo que a nosotros nos ha ayudado a convivir el hecho de que yo no necesito de una mujer y ella no necesita de un hombre. Yo cocino, lavo la ropa, y si no está, no está. Pero sí me preocupo mucho; si la meten a la cárcel, le dan un balazo, la golpean,
¿de qué me va a servir que me den un monumento o un pedazo de trofeo?
—¿Vale la pena estar casado con Lolita? —pregunto.
—Sí.
La relación entre Karen y su papá es buena. Se lanzan miradas cómplices, se entienden. Karen completa las frases de él cuando explica cosas; él precisa nombres o fechas cuando es el turno de ella.
A dos voces me cuentan sobre la persecución por años a Lolita. Karen me muestra un recorte de periódico de mayo de 2015: en un evento público, Lolita le gritó “corrupto” al entonces presidente Otto Pérez Molina. Cuatro meses después, Pérez Molina sería
desaforado por el Congreso para enfrentar un juicio por enriquecimiento ilícito.
—En esa ocasión, mucha gente se puso contra ella, le dijeron que los ponía en riesgo por acercarse así al presidente. Pero al final mi mami tenía razón. Les llaman terroristas para voltear la tortilla, porque el Estado tiene todos los medios para, literal,
linchar a la gente. A mi mamá la demandan por… —suspira— por todo. Tiene cargos por robo, por detención ilegal, por obstrucción de vías. Pero la mayoría de las demandas que tiene mi mamá son contrademandas: ella demanda, y para callarla, la
demandan a ella.
Cuando Karen se fue a estudiar a la capital en 2014, el acoso sobre Lolita ya era intenso. Afuera de la casa de los Medrano Chávez se instalaban patrullas o soldados. En una ocasión, el hijo de un diputado apuntó con un arma a la cabeza de Lolita. Finalmente,
la familia dejó la casa en Santa Cruz y se mudó a San Bartolo. Ahí vivieron hasta que Lolita salió del país.
—Le dolió mucho, aquí en Santa Cruz es donde están sus raíces —dice Karen.
Erick abunda en detalles. En la explotación de madera estaba involucrado personal del Instituto Nacional de Bosques, el INAB, asegura. Los camiones mostraban un permiso emitido por esta institución, pero con él pasaban cinco o diez camiones. El problema
en esta zona no es solo la deforestación, sino que en los planes que hay para reforestar —y el Gobierno de Guatemala tiene asignados fondos internacionales para esta labor— se siembra solo una especie de pino, que es la más redituable para
la explotación, en una zona en la cual la diversidad de la vegetación es lo que permite la supervivencia de los cuerpos de agua. Guatemala, junto a ocho países del mundo, alberga en su conjunto más del 70 % de la biodiversidad del planeta
en un territorio equivalente
al 10 % de la superficie; pero en Quiché, la reforestación es un asunto de ganancia económica, no de preservación.
Según la ley, para que el INAB otorgue una licencia de tala se debe documentar la legalidad de la ubicación y propiedad de la tierra, y un plan de manejo sobre cómo se planea hacer la tala. Un visitador del INAB deberá verificar el sitio, y se emite un
dictamen. Si este es favorable, el solicitante paga una garantía de 10 % del valor total de la madera en pie y se compromete a la reforestación. El INAB también otorga asesoría técnica sobre cómo transportar la madera, y verifica que al lugar
de destino llegue la misma cantidad de madera establecida en el permiso. Pero las organizaciones locales aseguran que este protocolo no siempre se cumple.
Una de estas organizaciones es el Colectivo Ecologista MadreSelva. Con base en los parámetros internacionales —el Sistema de Contabilidad Ambiental y Económica Integrada, SCAEI—, más del 95 % del flujo de productos forestales en Guatemala ocurre al margen
del control de las autoridades, afirma el grupo.
El propio INAB estima que para Guatemala la tala ilegal representa un costo que oscila alrededor de los 2,200 millones de quetzales (unos 250 millones de euros) entre pérdidas por impuestos, valor de reposición del bosque por plantaciones, valor del suelo
erosionado y valor del carbono almacenado en los bosques.
A Lolita la empezaron a perseguir por denunciar el mal uso de permisos y la sobreexplotación de la zona. Durante 2015 y 2016, la exigencia del CPK fue el cese de operaciones del INAB en Quiché por desatender la tala ilegal en la región. Cuando el INAB
citó a los finqueros —el nombre con que se conoce a los terratenientes que son propietarios de las zonas de explotación forestal— en 2016, estos movilizaron a sus trabajadores, grupos de campesinos que indirectamente son beneficiarios de los
programas con los que el INAB apoya a sus empleadores. En las manifestaciones exigieron que Lolita saliera de la región,
acusándola de obstaculizar el desarrollo económico de la zona. Lolita presentó ante el Ministerio Público al menos dos demandas por amenazas.
El 30 de mayo de 2017, Lolita y sus compañeros del CPK realizaron una protesta exigiendo al gobernador del departamento
que detuviera la salida de los cargamentos ilegales de madera. En la foto publicada en un diario local, aparecen ella y Josefa Nix encabezando la manifestación. El INAB respondió que los permisos emitidos se daban a empresas que cumplían con
los requisitos, y que evitar su operación sería una violación a la ley. Las empresas, que toda su operación se realizaba con permisos. Los activistas insistieron: los camiones circulan día y noche y nadie dice nada. Lolita soltó una frase:
“Camión visto, camión descargado”. A partir de ese momento, si los camiones no llevaban el permiso correspondiente, los detendrían y les harían dejar la carga.
Cinco días después, el grupo detuvo un camión que, afirman, operaba de manera ilegal. Lo retuvieron, lo llevaron a una escuela de la zona para dejar ahí la carga, y llamaron al INAB. Quienes llegaron fueron los hombres armados que persiguieron al grupo
ese día y al día siguiente. Y así, Lolita salió de Quiché, y de Guatemala, con una demanda por privación de la libertad del conductor y por robo de la carga —que, aseguran los activistas del CPK, se quedó en la escuela.
—Yo siento que ella quiere regresar, que extraña aquí —dice Erick—. Muchas veces nos han invitado a irnos al extranjero, y ella siempre dice que no. Yo quiero que regrese, pero que regrese bien. No tiene por qué estarse escondiendo de nadie.
04
Cortar cadenas
La casa de María Elena Chávez Ixcaquic está llena de familia. Cruzar por la puerta es entrar a un mundo en el que el tiempo transcurre más despacio. En la sala de estar —la primera puerta a la derecha de un largo corredor con arcos, que del lado izquierdo
da a un jardín recién llovido— hay un rincón con fotografías: mamá, papá, el hermano Eduardo, la abuelita Elena. Velas y flores para los que se fueron.
María Elena tiene 53 años, tres hijos, dos nietas, y es esposa de Antonio López. Es maestra jubilada y es quien se hizo cargo de sus hermanitos cuando sus padres murieron; tenía 17 años. Terminó su carrera y a los 21 años se casó con Antonio; él tenía
25. Desde el inicio quedó claro que el matrimonio incluiría a sus hermanitos; Antonio asumió la responsabilidad.
De Lolita, María Elena recuerda casi todo. La niña inquieta, pero a veces muy callada; obediente, pero a veces rebelde. No le gustaba que Eduardo, su hermano, les diera órdenes. Tenía habilidades para la literatura; a los trece años ganó un premio con
un poema que se llamaba “Madre ausente”.
Estamos en la mesa del comedor, junto a la cocina. En esta casa familiar, la mesa también lo es. María Elena y Antonio, sus tres hijos y Karen se vuelven partícipes de una conversación que termina siendo una terapia de grupo. Durante dos horas todos hablarán,
a veces arrebatándose la palabra, sobre lo que representa la ausencia de Lolita. Ninguno se quedará sin llorar. María Elena lo hará todo el tiempo. Explica que mucha gente se aprovechaba de Lolita, mientras ella peleaba en los hospitales para
que atendieran a la gente, o en los bancos para exigir que dejaran entrar a las mujeres con sus bebés.
—Me decía: “¿Cómo quiere que yo deje mi lucha sabiendo que la situación es tan complicada?” —recuerda María Elena—. A veces le pedía que también pensara en nosotros. Lolita respondía que esa era su vida; que si algo le pasaba, nos encargaba a sus hijos.
Entonces yo tenía más compromiso de estar mejor, porque si algo le pasa a mi hermana, tenemos que velar por los sobrinos.
Sara, la segunda hija de María Elena, tiene en los brazos a su hija de ocho meses. Cuando su mamá llega a este punto de la charla, la interrumpe: ella también tuvo esa conversación con Lolita.
—Yo le decía: “Pero tía, piense en sus hijos”. Ella contestaba: “¿Pero de qué me sirve que estemos bien aquí si todo el mundo va a estar mal? Entonces, cuando ustedes tengan a sus hijos, qué va a pasar?” —Sara solloza con sentimiento, señala a la nena
entre sus brazos—. Ahora lo entiendo. A mí me hubiera gustado pedirle una disculpa porque tal vez no la entendíamos, pero lo agradecemos. Nosotros trabajando, viviendo, y ella velando por todos.
Uno a uno, los miembros de la familia recuerdan a la tía. Óscar, el mayor, menciona la frase habitual de Lolita: “Cortar cadenas”. Las cadenas de la violencia, del alcoholismo, del machismo, explica.
Antonio habla de Lolita con amor de padre. Explica que ella es solo una de los muchos dirigentes de organizaciones de derechos humanos que el actual Gobierno, impulsado por militares, tiene en la mira por su capacidad de denuncia. Estas organizaciones,
afirma, han bajado la intensidad de su trabajo hasta que el ambiente para operar sea seguro.
—Lolita se volvió un poco abogada sin serlo; tramitó amparos, denuncias. Empezó a ser atacada, y con el cambio de gobierno (en 2016) se volvió un objetivo —explica, y tras pensar un momento, sigue hablando—. No todos tienen el ímpetu, la valentía. Eso
es lo que hace sentir la ausencia de Lolita en todo momento.
María Elena llora. Se lleva las dos manos a la cara, se cubre los ojos.
La mañana del 26 de octubre de 2017, la plaza principal de Santa Cruz del Quiché fue ocupada por los grupos que conforman el CPO, el Consejo de Pueblos de Occidente, al que pertenece el CPK, la organización de Lolita; ahí, los activistas exigieron
la renuncia de autoridades acusadas de corrupción. En el grupo, además de Josefa, iban los compañeros de lucha que ahora están a cargo del CPK. Uno de ellos es Rubén Samayoa.
Rubén tiene 60 años, viste camisa blanca, vaqueros y una gorra para cubrirse del sol. Conoció a Lolita hace diez años y trabajó con ella para realizar una consulta entre las comunidades para detener la autorización de una licencia para una empresa minera
en la zona. La consulta se realizó en 2010 y lograron frenar el proyecto.
—Por lo legal nos quieren dejar sin agua, sin oxígeno. Se están acabando la madera —dice Rubén furioso en la cocina de su casa (muros rosados, estufa rústica), donde Lolita también tiene una silla asignada en la mesa. El hombre asegura que en una ocasión
se paró a la orilla del camino para contar los tráileres que pasaban con la madera: 46 en una sola noche, porque a las dos de la mañana es cuando los camioneros empiezan a operar.
Sentado junto a Rubén se encuentra Miguel Rojas, un hombre bajito, moreno y fornido, de 57 años, que también es hijo de guerrillero y compañero de lucha de Lolita. Lleva un suéter azul y un pantalón de vestir; más tarde irá a su trabajo como electricista
de la municipalidad. Cuando habla con Rubén, se llaman “hermano”.
Miguel habla del miedo. Desde que se fue Lolita, las intimidaciones continúan contra quienes sostienen el movimiento. Miguel afirma que si antes lo han enfrentado, lo pueden volver a enfrentar.
—Mi lucha es no dejar entrar a las empresas en nuestro territorio —dice contundente. Por momentos se emociona tanto que se le humedecen los ojos—. Si me matan, yo estoy protegiendo nuestra montaña, tengo derecho de hablar. Yo soy quiché y este es mi territorio.
¿Cómo van a venir a mandar otros?
Rubén asiente con la cabeza. Asegura que a él lo siguen, que llaman a su puerta por la noche. Que el trabajo de intimidación contra el CPK no para.
—Ya no está Lolita, pero estoy yo, y Dios me está dando energía —dice Rubén cruzando una mirada determinada con su compañero.
Al final de la conversación, comentan su lucha más reciente: en la plaza de Santa Cruz hay un árbol ancestral conocido como “palo de jaboncillo”. Incrédulos e indignados, me cuentan que el alcalde tiene el plan de cortarlo para construir un estacionamiento,
así que se han movilizado: organizan una protesta para evitar que se corte el árbol.
Karen está sentada sobre un montículo en Q’umarkaj. Combina los vaqueros con una blusa de bordado tradicional y un abrigo elegante color arena. La hija de Lolita Chávez es la síntesis de dos mundos.
En días pasados se dio a conocer que Lolita era finalista al Premio Sájarov. Karen sonríe con un orgullo ambivalente: el dolor de que su madre haya tenido que salir como salió, pero la validación que viene con el premio, el reconocimiento internacional
de que el Estado de Guatemala no ha garantizado los derechos de las mujeres indígenas defensoras del territorio.
Karen solloza; toca con las manos la hierba sobre la que está sentada, aún cubierta por gotitas de rocío.
–Nosotros somos parte de la tierra; cuando te vas, es como si te estuvieran cortando. El dolor de la Madre Tierra es nuestro dolor. Es muy injusto que estas empresas quieran hacer lo que a ellas les favorece. Hay muchos árboles que ya se han cortado,
esa es la herida de montaña. Pensar en consumir y no pensar en que es vida.
En Q'umarkaj hay un espacio dedicado a realizar celebraciones rituales. Lolita solía venir. Decía: “Abuelos y abuelas, estamos aquí luchando por lo que siempre han luchado”. Karen asegura que su madre no es solo el cerebro de la organización, sino el
corazón de la lucha.
—Y es mi mami —llora—. Con una mirada nos hace sonreír. Es importante para todos pertenecer a algo, y que ella nos lo haga sentir es mágico. Estar con ella es mágico.
En el último día de octubre se celebra a los muertos en Guatemala. En el cementerio de Santa Cruz del Quiché están sepultados los seres queridos de las hermanas Chávez Ixcaquic: los abuelitos Valentín y Elena; mamá y papá; el hermano Eduardo,
quien murió de neumonía en 2014. Lolita lo cuidó hasta el final, y Lolita es también la encargada de venir el Día de Muertos de cada año a limpiar las tumbas, dejarles flores y pasar un ratito con ellos.
María Elena y Antonio han hecho el viaje desde Chichicastenango para no faltar a la cita anual con los familiares. Estos días ha llovido, así que el suelo del panteón, entre las tumbas elevadas y coloridas, es una masa fangosa que hay que pisar
con cuidado en la oscuridad. Las familias llegan con flores y marimba; cantan las canciones favoritas del difunto, le llenan la tumba de velas, platican con los conocidos y recuerdan al que se fue.
Los pueblos prehispánicos creen en el eterno retorno: las almas han de volver. Así lo cree este pueblo, que espera que vuelva Lolita. Así lo dice también el Popol Vuh: