María Dominga Mora

Comadre sin tierra

Paraguay Fátima E. Rodríguez | Pablo Tosco
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Lo que fue de la Marina

Las fiestas de cumpleaños de Yvy Pytâ (Tierra Roja) y de los pueblos de alrededor quedaron sin pasteles desde que María Dominga Mora no está. En Paraguay, en el corazón de Latinoamérica, las historias de mujeres que luchan por la tierra se narran de boca en boca en guaraní, la única lengua indígena hablada por casi toda la población de un país en América.

A sus 48 años, Dominga decidió dejar su casa en Yvy Pytâ e ir al campamento de ocupación que reclamaba las tierras de Marina Kue, en el departamento de Canindeyú, a unos diez kilómetros de distancia. Era enero de 2012.

No necesitó más para convencer a su marido. Roberto la siguió para unirse a los campesinos en lucha. Ambos habían participado anteriormente en otras ocupaciones para reclamar el derecho a la tierra, en un país en el que los grandes territorios agrícolas se concentran en unas pocas manos. Como tantos otros, Roberto y Dominga, pese a vivir trabajando la tierra, carecían de un campo propio para subsistir.

Dominga vendió las cosas que pudo vender de la casa. El horno eléctrico en el que cocinaba los pasteles para la comunidad lo llevó a su comadre Tomasa González para que lo guardara en el rancho de su casa, a unos 15 kilómetros. Al campamento de Marina Kue se llevó la cama, las sábanas, un chancho, cinco gallinas, cinco patos, la carpa de nylon que les serviría de techo durante la ocupación y un pequeño machete.

Con estos enseres construirían su nuevo hogar en Marina Kue, donde había 64 familias campesinas inscritas como ocupantes. Pero sobre el terreno no había una sola mujer. Ella fue la primera.

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En Paraguay, las mujeres no tuvieron derecho a tener ni administrar bienes hasta la caída de la dictadura de Alfredo Stroessner (1954-1989) y la proclamación de una nueva Constitución en 1992. Hasta entonces, si las mujeres de familias ricas heredaban tierras, estas debían estar a nombre de su marido, de sus hijos o de sus hermanos varones.

Dominga nunca llegó a tener un pedazo de tierra a su nombre, aunque desde niña supo hacer lo que toca en el campo: desraizar la mandioca, limpiar la tierra con azada, cosechar el maíz, cuidar animales, ordeñar vacas y hasta pescar en ríos, arroyos y riachuelos.

Nació un 15 de septiembre de 1963. Apenas existen fotos de cuando era niña: de familia muy humilde, fue una criada en casa de su abuela. Su padre les había abandonado cuando ella era muy pequeña, y su madre volvió a formar otra familia. La pequeña realizaba trabajos en un hogar a cambio de techo y escuela, una forma de explotación infantil que hoy es condenada. Trabajaba mucho desde muy niña. No conoció a todos sus hermanos: sabía que tenía cinco por parte de su madre y otros tantos de parte de su padre, a quien apenas conoció. Cuando cumplió quince años, decidió dejar de ser una criada y huyó con el primer hombre que la conmovió: Roberto Ortega, un agente de policía que tenía entonces veintidós años.

Con Roberto intentó tener hijos pronto, pero sus embarazos no progresaban. Primero le nació un bebé muerto. Luego nacería otro pequeño, pero falleció al poco de hepatitis. Tras varios intentos fallidos nació Luciano, el que sería su único hijo, el que le devolvería la alegría que perdió con la muerte de los otros dos.

—La imagen de felicidad que recuerdo de ella es de cuando Luciano ponía una música de un grupo llamado Los ídolos de Piribebuy en nuestra radio a pilas. Él la tomaba de la mano y la llevaba a bailar en el patio; luego hacían el movimiento cada vez más rápido, hasta que él le terminaba levantando el cuerpo entero. Ella se reía mucho. Después, Luciano conseguía todo lo que quería de su mamá —cuenta Roberto en guaraní.

El viudo de Dominga tiene ahora 62 años y la lágrima fácil. Viste una camisa azul.

Apenas sale el sol, barre todo el patio de la pequeña casa que, tras la muerte de ella, construyó en el lugar por el que luchó con su esposa. Es víspera del Día de Todos los Santos y, por la tarde, los vecinos vendrán a rezar a su casa. Al día siguiente pretende visitar la tumba de Dominga y de su hijo en el cementerio que está muy cerca de la casa de la comadre Tomasa González, en Tacuapí, a media hora en moto desde Marina Kue. Roberto recuerda que antes de ocupar las tierras de Marina Kue había participado, junto a Dominga, en otras ocupaciones. Pero nunca se habían quedado hasta el final, hasta que el conflicto se resolvía de una forma u otra.

“Debo continuar con la lucha de Luciano y de Dominga”, dice.

En su casita, que construyó en el punto donde indicó ella, por las mañanas recibe el sol sentado en unas butacas de madera que él mismo fabricó. Desde el patio de la casa se ve, por un lado, el verde bosque; por el otro, el vacío inmenso de un campo de soja. Cuando el sol sube, busca raíz de mandioca y la machaca. Los patos y las gallinas se acercan ruidosas y se amontonan. Es el primer bocado del día.

Por el bosque, a unos 200 metros, Roberto va en busca de agua. Hay un pequeño arroyo que, explica, está contaminado porque la naciente queda en mitad del sojal: todo el tiempo es pulverizado desde tractores y avionetas con venenos que contienen glifosato.

—No uso el agua del arroyo, sino que rescato de un chorro que cae de las piedras donde termina nuestro bosque —dice.

Cuando Dominga estaba aún presente, el agua no estaba tan contaminada. Durante la ocupación de Marina Kue, las grandes empresas productoras agrícolas desplazaron la barrera de soja a exigencia de los campesinos. En vano, los campesinos esperaron que con el tiempo el arroyo se recuperara.

Durante los primeros meses de 2012, cada semana había rumores de desalojo policial en Marina Kue, y cada semana, cuando los vecinos avisaban de que se veían más policías que de costumbre en la ciudad más próxima, Curuguaty, Dominga, Luciano y Roberto salían de las tierras. Se marchaban del campamento, dormían en casa de algún pariente o vecino hasta que pasaba el peligro y entonces volvían a entrar. Cada semana, lo mismo.

En el centro de aquella disputa de tierras estaba uno de los empresarios y políticos más poderosos del país: Blas Nicolás Riquelme, un hombre de negocios forjado en la época de la dictadura de Stroessner. Fue diputado, senador y presidente del Partido Colorado, la formación que gobernó Paraguay durante 54 años hasta que al fin fue derrotado en elecciones en 2008 por un exobispo: Fernando Lugo Méndez.

Marina Kue significa en guaraní “lo que fue de la Marina”. El nombre alude de lleno al conflicto por aquella propiedad. Blas Nicolás Riquelme y su familia se quedaron con 5.000 hectáreas de tierras públicas en esa zona, de las cuales 2.000 pertenecían a la Marina paraguaya. Esas hectáreas habían sido donadas por la empresa extractiva La Industrial Paraguaya S.A. (LIPSA) a las Fuerzas Armadas, es decir, al Estado, pero este nunca llegó a realizar la titulación.

Riquelme había comprado tierras en la región a la misma empresa, pero las fue ampliando de forma irregular, corriendo los mojones de demarcación y ocupando en total 5.000 hectáreas que no le correspondían. Según un informe de la Coordinadora por los Derechos Humanos del Paraguay (CODEHUPY), Riquelme llegó a desplazar en 1986 a varias comunidades indígenas para alambrar las tierras de la zona. Algunos líderes que se negaron a marchar fueron torturados; en otros casos, se entregaron compensaciones en forma de alimentos. La comunidad ava guaraní, por ejemplo, recibió como “compensación” por dejar sus tierras ancestrales seis bolsas de harina, 200 kilos de fideo, 60 kilos de grasa, 68 kilos de galleta y 100 kilos de azúcar. El valor total de estos alimentos era de 130.000 guaraníes (19 euros).

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El enemigo era poderoso, pero Dominga no se amedrentó.

—Todas las otras mujeres iban y venían, pero Dominga vivía en la ocupación. Se quedaba a dormir bajo la carpa con su hijo y su marido. Ella fue la primera: no hay muchas mujeres que se animen a hacer una ocupación de tierra. En Paraguay las mujeres tenemos miedo, pero Dominga lo hacía —dice Martina Paredes, de 38 años, la actual dirigente de la Comisión Vecinal de Marina Kue.

Marina Kue es hoy una isla boscosa de 600 hectáreas ocupadas —aún sin título legal de por medio— por 120 familias en medio de un océano de soja que cubre 3.500 de las 5.000 hectáreas en disputa. Las casas son de madera, no hay energía eléctrica ni agua potable. Una escuela fundada por religiosas está en el centro de la comunidad y funciona con luz natural. Una iglesia y la imagen de una Virgen de Caacupé —venerada por los creyentes católicos de Paraguay— incrustada en un árbol dan señales de la profesión religiosa en el lugar.

En Paraguay...

El 90% de la tierra está en manos de unas 12.000 grandes propiedades (menos del 5%). Las cerca de mil propiedades de más de 5.000 hectáreas (el 0,4%) acaparan más tierra que el resto de propiedades (casi 300.000) juntas.

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La masacre

Junio de 2012. Los rumores de desalojo eran insistentes. El viernes, Dominga vistió pantalones largos y camisa de manga larga para protegerse la piel de los arañazos que podía sufrir en el bosque. Se levantó temprano y dio de comer a chanchos, patos y pollos. Su hijo le dio un machetillo y le rogó que se marchara hacia el arroyo. Dominga se negó. Quiso quedarse junto a Luciano, pero el joven se alejó y pronto lo perdió de vista.

—No teníamos miedo, teníamos los documentos de que estas tierras eran públicas. Estábamos seguros de que [las autoridades] venían a conversar —recuerda Roberto.

Dominga había estado presente en otros tres intentos anteriores de desalojo y creía que este sería como las otras veces: sin heridos. La ocupación de Marina Kue ya llevaba más de un año. De pronto, a lo lejos apareció un pelotón de 300 policías. Después, un helicóptero que volaba muy bajo. Apenas dio tiempo a nada.

Acomodó su ropa en un bolso y 11 millones de guaraníes —unos 1.630 euros— que guardaba para construir su casa una vez lograran el reconocimiento de la propiedad de la tierra. Pero esta vez todo fue diferente: ese 15 de junio de 2012 marcaría la historia de su país. Hasta hoy, más de seis años después, no se ha llegado a aclarar de forma transparente cómo se sucedieron los acontecimientos que acabaron con diecisiete vidas, las de once campesinos y seis policías. El hijo único de Dominga y Roberto, Luciano, de dieciocho años, se convirtió en la víctima más joven de la violenta operación de desalojo.

—En medio de la balacera inesperada y la desesperación, todos corrimos por nuestra cuenta. Los tres por separado. Cuando anocheció, llegué a la casa de mi hermano en Yvy Pytâ. Estamos hablando de caminar y correr muchos kilómetros, treinta o cuarenta, porque cruzamos los montes para evitar a la policía. Dominga sabía que allí nos teníamos que encontrar —explica Roberto.

Blanca Vera aún recuerda claramente aquella huida, aunque han pasado más de seis años. Ahora tiene 29 y es viuda de Fermín Paredes, uno de los once campesinos caídos. A Dominga la conocía de vista. Aquel día corrieron juntas huyendo de las balas.

—No sabemos de dónde sacamos la fuerza. Hubo momentos en que arrastramos heridos; también a Dominga, que todo el tiempo quería volver por su hijo. En uno de los tramos, cruzamos un arroyo y unas zanjas, la llevé al hombro y nos caímos ambas al agua en medio de la oscuridad —cuenta Blanca.

Dominga llevaba aún en manos el machetillo que sirvió para hacer picadas en medio del monte. Blanca recuerda cómo sus familiares la llamaron para decirle que no saliera del monte porque estaban rodeados de policías. Que la televisión repetía una y otra vez que habían asesinado a agentes policiales, que mostraban sus casas, el llanto de sus esposas e hijos. Que a ellos no les llamaban campesinos sino “invasores”, y que aseguraban que habían preparado una “emboscada para matar a policías desarmados”. La masacre había tenido lugar a primera hora del día.

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"Todo aquel día estuvimos sin comer", recuerda Blanca.

Finalmente lograron atravesar el monte. Dominga se reunió con Roberto en la casa de Yvy Pytâ.

Él recuerda que cuando ella llegó, aún con su machetillo en la mano, dijo:

—¡Ves lo que nos ha pasado!

Lloraron juntos. Los vecinos ya habían confirmado que el hijo estaba muerto.

A Dominga le dirían después que su hijo murió abatido cuando regresaba a buscarla. Un informe de la Coordinadora de Derechos Humanos de Paraguay afirma que Luciano, “temiendo por la vida de su madre (...), regresó al lugar del enfrentamiento y allí fue sorprendido por policías”. Pese a que se rindió, añade el documento, fue ejecutado.

Los testigos contaron que Luciano estuvo escondido largo rato en un arroyo y escribió en una piedra Marina Kue Pueblo Mba´e (Marina Kue es del pueblo); luego, al no localizar a su madre, se arrastró en el maizal sin levantar la cabeza hasta que salió y se encontró con un agente de policía, que acabó con su vida.

Dominga consiguió huir, pero otras mujeres que se encontraban visitando el campamento —Lucía Agüero, Dolores López, Fanny Olmedo— fueron detenidas y condenadas en juicio oral y público a seis años de cárcel como cómplices del delito de homicidio por las muertes de policías. En total, once personas recibieron penas de entre cuatro y treinta años de cárcel por la muerte de los policías. Esas sentencias fueron recurridas y solo en julio de 2018, más de seis años después de la matanza, la Corte Suprema de Justicia las anuló definitivamente y dictaminó la libertad de los once acusados.

La masacre desató un terremoto político. El entonces presidente, Fernando Lugo, fue acusado por la oposición de negligencia e irresponsabilidad. Se le sometió a un juicio político y se abrió un proceso de destitución en tiempo récord que terminó expulsándolo del poder el 22 de junio, solo siete días después de la matanza. Completó el periodo presidencial Federico Franco, que gobernó durante catorce meses en medio de escándalos por corrupción. En 2013 el Partido Colorado volvió a tomar las riendas que había perdido en las elecciones de 2008, después de siete décadas en el poder.

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Las muertes de los campesinos nunca fueron investigadas por la Fiscalía.

Cientos de mujeres han sido procesadas, condenadas y judicializadas en Paraguay por ocupaciones de tierra. El 10 de marzo de 2018, dos días después del Día Internacional de la Mujer, María Ester Riveros se convertía en la primera mujer asesinada por civiles armados desde 1989 —cuando cayó la dictadura de Stroessner— en el marco del conflicto por la tierra, aunque se cree que las balas iban destinadas a su prima, la lideresa María Máxima Segovia. Históricamente, en los conflictos campesinos en Paraguay, los muertos han sido hombres: desde el fin de la dictadura, cerca de 120 líderes campesinos varones han perdido la vida por conflictos de tierra en el país.

-Cuando se habla de criminalización de la protesta, se habla de las muertes de los dirigentes varones, pero a las mujeres apenas se las visibiliza—dice Perla Álvarez. Ella es la portavoz de la Coordinadora Nacional de Mujeres Trabajadoras Rurales e Indígenas ( Conamuri) y formó parte de Articulación por Curuguaty para apoyar a las víctimas de la masacre de aquel 15 de junio.

—¿Las mujeres no están en la lucha por la tierra porque no nos matan? No es así. Las consecuencias sociales de luchar por la tierra las cargan las mujeres compañeras de los dirigentes: hijas, abuelas, hermanas, madres. Deben cargar con la crianza, con la producción económica, con la manutención y con la contención. Las mujeres ponen esfuerzo e inteligencia; pero no dirigen porque en las organizaciones existe una asignación de roles. A ellas se las pone en un rol secundario en la lucha confrontativa. Sin embargo, hay una lucha de resistencia, una resistencia silenciosa. Como la de Dominga —dice.

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Jopói, el seguro de los pobres

Sin casa y sin un lugar donde velar el cuerpo de su hijo. Sin dinero, porque el bolso con ropa y plata se le había quedado en la carpa. Allí se quedaron también los cerdos, las gallinas y los patos. El nombre de Roberto se incluyó entre los buscados por la Policía Nacional el mismo día de la masacre: se convirtió en fugitivo. Dominga sí pudo ir a despedir a su hijo en una ceremonia rápida. Había once muertos que enterrar, heridos a los que socorrer, prófugos a los que esconder, desaparecidos.

—Entregaron su cuerpo en un cajón cerrado y así se le enterró. Hasta ahora, una de las promesas que nos hicimos con Dominga es lograr que la justicia investigue cómo murió. El juicio solo fue por la muerte de los seis policías y no se investigaron los casos de los campesinos ejecutados —dice Roberto, mientras limpia el humilde panteón donde hoy yacen, juntos, los restos de Luciano y Dominga.

Un día después del entierro de Luciano, la Fiscalía ordenó también la captura de Dominga Mora y otras 67 personas: sus nombres figuraban en un cuaderno mojado que la policía encontró en el lugar. Así pasó a vivir en la clandestinidad, igual que su marido.

Dominga era la madrina de al menos cincuenta niños del pueblo de Curuguaty, donde vivió hasta 1991, y aquellos de Tacuapi, en el que pasó sus últimas décadas.

—Comadre Dominga era en todos lados— recuerda su marido.

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Cada vez que un niño nace en la vecindad, la familia del recién nacido pide a otra familia compartir la responsabilidad del cuidado. En la cultura campesina, esta relación es cultivada generalmente por las mujeres. Así, Dominga llegó a los 50 años con casi 70 ahijados y otras tantas comadres. Ser madrina de bautizo o de confirmación de adolescentes es una forma de reconocimiento, pues la tradición religiosa supone que, si los padres no pueden asegurar el bienestar del niño o la niña en caso de muerte o ausencia, las comadres asumirán el cuidado. No todas tienen la confianza para ser la comadre de tantos.

Dominga y Roberto huyeron primero a una comunidad rural del distrito de Repatriación, a unos doscientos kilómetros de Marina Kue, a casa de una de las comadres de ella; pero pronto los vecinos comenzaron a preguntar. Se desplazaron entonces a Ciudad del Este, en la frontera con Argentina y Brasil, a la vivienda de otra ahijada.

—En Ciudad del Este, ella soñó que Fermín —el marido fallecido de Blanca— le decía que trajera a la Virgen de Caacupé aquí, a Marina Kue. Entonces, compró una virgen gigante por 200.000 guaraníes (unos 30 euros) y decidió que era el momento de regresar —recuerda Roberto.

Para entonces Dominga ya comenzaba a encontrarse mal físicamente, pero el dolor de la pérdida de su hijo era tan terrible que pensaban que el malestar físico era producto de la tristeza. Su dolencia pronto recibiría un nombre médico: cáncer.

Al cumplirse el primer aniversario, se llevó a cabo un acto de conmemoración y los familiares de los campesinos asesinados se declararon dispuestos a volver a ocupar el lugar del conflicto. También ella tenía intención de regresar. Estaba dispuesta incluso a morir por ello, recuerda Roberto. Sin embargo, sus planes quedaron truncados por su salud: el diagnóstico de cáncer de ovarios la obligó a viajar a Asunción para recibir tratamiento, siempre en la clandestinidad.

En la capital paraguaya la atendió Cynthia Jara, una joven médica que había formado parte del grupo de profesionales voluntarios que atendieron a varios campesinos detenidos en Marina Kue, que estaban en huelga de hambre en protesta por lo ocurrido. A Jara la habían contactado desde la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas y la Articulación por Curuguaty: debían asegurarse de que nadie denunciase a Dominga para evitar que fuese arrestada.

Con el apoyo de la doctora, Dominga fue ingresada en un hospital público en Asunción. La mayoría de los médicos que la asistieron conocían su caso, pero por solidaridad nadie la delató. Allí la operaron sin poder extraerle el tumor, pues se encontraba en un estado muy avanzado.

—Dominga temblaba como una hoja y se quedó muda durante el tiempo de recuperación, que fue como dos semanas —contó uno de los médicos a Cynthia Jara.

Una de las personas que compartía la sala postoperatoria con ella era, precisamente, la esposa de un agente de la Policía. Los medios de comunicación habían difundido durante mucho tiempo la versión de que los campesinos de Curuguaty habían preparado una emboscada a los agentes. Decían también que aquel día incluso recibieron apoyo de la guerrilla conocida como el Ejército Paraguayo del Pueblo (EPP), pese a que ninguno de los testimonios apoyaba esta tesis.

Una vez dada de alta, a Dominga le recetaron medicación para reducir el tumor con la idea de volver a operarla. Cuando volvió a la comunidad, a la casa de su comadre Tomasa, seguía insistiendo en regresar a Marina Kue. Pero había un problema práctico: allí no había electricidad ni forma de conservar la medicación que le permitía vivir sin el dolor del cáncer que llevaba en el cuerpo.

"El caso de Dominga es la síntesis de un montón de injusticias que sobreviven en el campo, y más en una circunstancia tan traumática".

Lo explica Perla Álvarez, que lamenta: "Sufrió una situación de inseguridad jurídica: ella fue imputada y esto la llevó a la clandestinidad. Una consulta a tiempo habría permitido un mejor tratamiento del cáncer que le detectaron. Cuando la trajimos para el hospital en Asunción, ya el cáncer tenía un grado de avance importante".

Dominga decía a menudo que prefería morir en cualquier otro lugar que en la cárcel.

—La muerte de ella fue una muerte indirecta por la Masacre de Curuguaty: fue cobrándose vidas, no solo el día de la masacre, sino también en los días posteriores. Su historia me causó mucho impacto, porque ella siendo una mujer muy trabajadora, por darle todo a su único hijo, no escatimó esfuerzos cuando él le planteó instalarse en el futuro asentamiento —dice Álvarez con voz quebrada.

Tomasa González era la comadre más cercana a Dominga Mora. Nunca estuvo en una ocupación de lucha por la tierra, pero fueron vecinas antes de que la familia Ortega Mora decidiera ir a vivir a la carpa de Marina Kue. Cría cerdos, gallinas y patos y vive precariamente. Cuando huyeron tras la masacre, prestó la casita que había en su patio a Dominga y a Roberto a sabiendas de que ambos se habían convertido en prófugos. Fue aquí, en el patio de Tomasa, donde María Dominga Mora pasó sus últimos días. La pequeña construcción se cae ahora a pedazos. Ha pasado el tiempo.

Tomasa es madre de dieciséis hijos y recuerda las fiestas de San Juan comunitario en compañía de Dominga.

—Íbamos todos juntos a la fiesta —cuenta.

Mientras los maridos salían a trabajar, los cerdos, los chanchos y la leche de la vaca se compartían. Recuerda Tomasa una ocasión en que Dominga quiso ir a pescar y ella la acompañó a escondidas.

—Roberto no sabía y fuimos al riachuelo. Dominga cayó al agua y volvimos empapadas y riendo a carcajadas. Al final, tuvimos que explicar —relata.

Debajo de los árboles comunitarios del patio de Tomasa compartían todos los mediodías el tereré (mate frío). Aunque estuvo a su lado en los peores momentos, Tomasa prefiere recordar a Dominga con alegría.

—Normalmente las casas de los pueblos siempre tienen rejas o murallas, y nosotras nos negamos a eso: todas las cuatro familias pueden disponer del patio de sus vecinos. Cuando una familia mata un chancho, comparte la carne en partes iguales sabiendo que en la próxima carneada de las otras casas también recibirá su parte. Es compartir, es dar para recibir. Si un vecino está enfermo, juntamos dinero en una casa y le llevamos al médico. A este sistema le decimos jopói —dice en guaraní.

En la cultura campesina de Paraguay, el “seguro médico” de los pobres es la solidaridad.

Jopói —que se pronuncia “yopoi” y significa manos juntas— se refiere al trueque de productos y alimentos sin dinero ni papeles de por medio. La base es la generosidad y la solidaridad. El jopói le sirvió a Dominga para vivir y ser cuidada casi tres años en la clandestinidad.

Tomasa recuerda que nunca había estado frente a un micrófono hasta que su comadre enfermó. Entonces, fue dos veces a la radio comunitaria para hablar de la historia de su amiga y pedir que los vecinos colaborasen en una maratón solidaria para recaudar dinero. En aquella ocasión, juntaron la cantidad necesaria para que Dominga viajara a Asunción a hacerse unos estudios.

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Las campesinas de Paraguay tienen la costumbre de contar las desgracias en medio de risas.

Tomasa, que tiene una hernia gigante en la panza, se ríe a carcajadas recordando las andanzas con su vecina.

—Una vez andaba buscando sus anteojos desesperadamente y los tenía puestos. ¡Lo que nos reímos!

Tomasa ríe fuerte y unas lágrimas se le escapan en el rostro.

Poco queda hoy en día de la casita prestada de Tacuapi. Uno de los pocos registros visuales es de la entrevista recogida en el documental “ Fuera de Campo” (2014). Allí se ve a Roberto hablar mientras Dominga prepara un cigarro. Cuando la que habla es Dominga, dice pocas cosas pero determinantes. Dice que volverá a Marina Kue y que está dispuesta a morir allí.

— Seguramente no estaremos felices como imaginábamos, porque no estaremos completos sin nuestro hijo. Sufriremos un tiempo. Nos morderemos los labios, nos aguantaremos. Si van a darnos la tierra a las buenas, bien; sin van a matarnos, bien también.

Las palabras de Dominga frente a las cámaras no dan lugar a debilidades. Era una mujer silenciosa y determinada.

Poco después de aquel documental, Dominga fue ingresada de nuevo. Sin embargo, pronto pidió su alta médica y firmó en el hospital que se retiraba bajo su responsabilidad. Era el 25 de octubre del 2015. Fue a ver a algunas comadres. Visitó la tumba de su hijo. Insistía en trasladar sus cosas a Marina Kue: Roberto había construido la casita donde antes, durante la ocupación, estuvo la carpa. Pero el tumor había vuelto y el dolor era más fuerte.

Dominga regresó un lunes de Asunción y se instaló en el patio de Tomasa. El martes preparó pan dulce para despedirse: aseguraba que pronto irían a Marina Kue. Llamó a los niños de la calle Tacuapi de Santa Lucía. Repartió el pan a todos y se guardó dos pedazos. Cuando en la mañana salió al patio para saludar a Tomasa, cayó al piso. La llevaron a la cama, pero no volvió a levantarse.

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Falleció el jueves 5 de noviembre de 2015.

04

La memoria de las mujeres

—Las mujeres en Paraguay, en la lucha por la tierra, van detrás del compañero, detrás de sus hijos; van para la parte administrativa y sufren muchísimo más que los varones, que muchas veces tienen más formación y saben por qué están en una lucha. No tenían —en la época de las Ligas Agrarias , durante la dictadura— ni tienen hoy la misma formación que los hombres, porque no tienen el tiempo de sentarse a reflexionar, pensar y proyectar.

Habla Margarita Durán Estragó, una historiadora y pytyvôhára (facilitadora en guaraní) de las llamadas “Escuelitas Campesinas”, espacios organizados por los propios campesinos durante la década de 1970 donde se daba instrucción a los hijos de los agricultores; estos lugares se constituyeron en un símbolo de la resistencia campesina y fueron perseguidos por la dictadura de Stroessner.

—Las mujeres están en los trabajos domésticos, están en la preparación de la comida durante la reunión, durante la plenaria. Entonces, oyen de paso lo que se decide o lo que se adhiere, pero están y el sufrimiento y el valor es doble —explica la historiadora desde el Tribunal de Justicia de Asunción, donde en una sala se exhiben sus últimos trabajos históricos.

Durán es docente universitaria y activista por la libertad de los presos políticos de Curuguaty. Todos los días iba a la Carpa de la Resistencia, un espacio que se instaló frente al Palacio de Justicia durante el juicio oral a los procesados en 2017 con el objetivo de denunciar las irregularidades en el caso.

—En el caso Curuguaty, incluso las mujeres que fueron condenadas estaban en el lugar acompañando a sus parejas o a sus hermanos —reflexiona.

Para condenar a las tres mujeres del Caso Curuguaty, la Fiscalía las acusó de haber sido cómplices porque actuaron como “ objetos distractores que buscan crear un clima de confianza” para posibilitar la masacre. “Estaban con los hijos en brazos”, añadía la acusación.

“Esto muestra que el pensamiento que ubica a las mujeres en roles secundarios está profundamente instalado en quienes incluso deben decidir sobre la vida y la libertad de las personas”, dice un comunicado firmado por más de treinta organizaciones de mujeres sobre la sentencia.

Maguiorina “Magui” Balbuena no está de acuerdo con la visión de Margarita Durán. Ella inició su militancia 1971 y cayó presa a los 21 años durante la dictadura de Stroessner.

“No es que las mujeres no hayan liderado procesos de organización, sino que sus historias no se cuentan cuando se narran las historias de luchas por la tierra”.

Lo asegura esta mujer, una de las fundadoras del Movimiento Campesino Paraguayo (1980). En plena dictadura, “Magui” organizó una marcha en Caaguazú de mil mujeres para que se reconociera la Coordinación de Mujeres Campesinas (1985). En 1999, diez años después de la caída de Stroessner, estuvo entre las fundadoras de la Coordinadora Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas. Actualmente es miembro de la Asociación de Mujeres Campesinas y Populares de Caaguazú.

—Conocí a Dominga y su ausencia en el relato de lo que fue Curuguaty. Es una ausencia de todas las mujeres que participan en las organizaciones y no son conocidas, porque sus historias no se cuentan. Desde la dictadura hasta aquí, hemos avanzado mucho y tenemos que reconocer que las mujeres rurales también fueron quienes introdujeron el debate sobre las tenencias de tierra, que se introdujo como derecho en la nueva Constitución. No en vano se creó la Coordinadora de Mujeres Campesinas; además, colocamos con el tiempo la participación de la mujer en la economía campesina, en la producción de alimentos —dice Balbuena.

“Magui” fue imputada por perturbación de la paz pública por cerrar la ruta pidiendo el esclarecimiento del caso Curuguaty cuando los procesados se encontraban en huelga de hambre.



Desde enero de 2017 existe el llamado “Comité de Productoras Mujeres de Marina Kue María Dominga”, en memoria de la comadre fallecida. Lo fundó un grupo de veinticinco mujeres para unir fuerzas en proyectos productivos de agricultura. Siembran maíz, maní, poroto, banana, cebolla, tomate.

—Y criamos animales. Aportamos a la economía —explica Martina Paredes, la presidenta de la Comisión Vecinal de Marina Kue.

A Dominga Mora, ella la recuerda como una mujer alegre.

—Dominga quería para su tierra. Nos dejó huellas a los que vivimos aquí en la comunidad y en la lucha por la tierra: la llevaremos eternamente presente como la primera mujer en Marina Kue —dice.

“Lo que me llevó a mí fue el amor”, solía decir Dominga cuando le preguntaban por qué había ido a la ocupación.

Hoy, en el lugar que ella había elegido para construir su hogar, se levanta una pequeña casita construida por Roberto. Un bosque de árboles altísimos separa la casa de madera del arroyo. Los pájaros desalojados de los campos de soja que antes fueron bosques se refugian en las islas que rodea la casita. El baño es un agujero en mitad de la arboleda.

Dominga no pudo ver su casa de madera y techo de zinc construida, no pudo ver crecer las semillas que traía de cualquier lugar dónde iba y que ahora rodean la casita. El horno en el que cocinaba sus pasteles sigue guardado, oxidándose.

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El día anterior al Kurusu Ára, Día de la Cruz o de Todos los muertos, el novenario toca en la casa que iba a ser de Dominga Mora. Blanca, Martina, todas las mujeres y los niños de la comunidad vienen a rezar frente a la virgen gigante que todavía habita la casa. Cantan una música jahe´o (llorona), pero piden por el alma de Luciano. Arriba del ropero está aún guardado el machetillo que Luciano entregó a su madre y con el que ella abrió caminos en el monte durante su huida.

Dominga estaba dispuesta a morir en Marina Kue. Como la enfermedad le impidió vivir allí, pidió ser enterrada en aquel lugar. Roberto está esperando que la justicia ordene la exhumación y aclaración de la muerte de su hijo.

—Mientras tanto, están juntos en el cementerio. No les quiero separar, pero cuando se estudien las causas de la muerte de mi hijo, vamos a enterrar a los dos en Marina Kue —dice.

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Las cruces de los muertos están cerca de un lago con aguas blancas que se forma del curso del arroyo. Roberto despierta temprano y va al cementerio del pueblo. También Tomasa se prepara para llevar velas a la comadre. El lugar donde están los huesos de Dominga tiene encima botellas de agua. Es costumbre poner agua para los muertos por si el alma lo necesita.

Dominga está en el fondo del pequeño cementerio, en la última fila, porque al frente están los panteones en forma de casas de los muertos importantes, aquellos con reconocimientos. El panteón de Dominga está apenas un poco más arriba del ras de la tierra.

Tras la visita al cementerio, Roberto participa de una celebración religiosa “por los campesinos en la masacre de Curuguaty” en la zona donde están las cruces de madera en recuerdo a las víctimas de Marina Kue. Luego del rezo y de poner flores a cada una de las once cruces de los once campesinos muertos, los niños forman filas y reciben chipas (panecillos tradicionales de Pascua) y golosinas.

Después regresan a sus casas en camioneta. De vuelta a Marina Kue, Roberto va a regar los plantines comunitarios que le toca cuidar. Luego comerá en casa de alguno de sus vecinos.

—¡Aquí hay esperanza! Aquí traeré a Dominga y Luciano en cuanto logre que la justicia investigue la muerte de los campesinos. Y aquí viviré. ¡Amojojapeve kupy! —dice, en guaraní.

Hasta la muerte.